Dicen
de una virgen.
Dicen de una virgen, de aquella que vivía al otro lado del
lago. Sí, de aquella qué se enamoró perdidamente del hombre menos favorecido
del lugar... Ella, bella, hermosa y dulce. Él, testarudo, rudo y feo. Juntos se
miraban el reflejo en el agua transparente y se besaban mientras el Sol
calentaba sus rostros. Nadie se creía lo que llegaban a ver en primera persona,
al pasar cerca de la cabaña, donde ella vivía. La gente de los alrededores, arcaica y mundana, tenían muchos
prejuicios sobre el hombre. La muchacha intentaba hacer ver, lo bueno que era
por dentro y que en su interior no había maldad ninguna, para que fuera
repudiado de tal forma. Por ese motivo decía que era difícil verlo hablar o
alternar por las cercanías.
¿Cómo poder demostrar, que la belleza no está solo por
fuera? ¿Cómo poder reforzar su amor y conseguir el respeto de los que viven
cerca? A ellos, a los del lugar, en verdad poco les importa la mediocridad y se
sienten mejores o en más altura.
Ella siempre viste de negro y ello encaja con el color de la
estación, ¡otoño! Un clima gris y fresco, que invita ya en ir pensando en el
fuego a tierra y en los abrazos cálidos del prójimo. Que no son otros que los
de él, de esa persona menospreciada que en ella ha calado, hasta tal extremo,
que llega ya a formar parte de su vida y de su alma. Como un par de pájaros,
anidan y forman su nido en la cabaña cerca de la orilla. No sienten nada más
que el sonido del viento al colarse por las ventanas. ¿Qué habrá visto en él, que tanta sin razón le deja? Ella
misma no lo sabe, pero si pudiera hacer una foto, la haría y la colgaría en el
comedor de su casa. Para que le acompañara en su ausencia. No hay nada más
bonito, que dejar entrar, invitar al amanecer a un nuevo día de amor, de amor
conyugal. Que el Sol radie y alumbre el lugar, diciéndoles “buenos días”.
Qué bonito es el otoño, cuando el cielo y la tierra están húmedas. La lluvia no deja de caer y riega
con ello, el amor de la pareja que se cobija en el interior, siendo testigos
desde la ventana. Se abrazan y se miran a una distancia tan corta, que no se
puede medir. Quién hará de juez o de verdugo, quien será capaz de romper
aquello que no se une si no es fundiendo los dos sus corazones. No hay nada ni
nadie que pueda alejar el amor y el pensamiento mutuo. Solo, cuando se va de
caza o a cortar leña a ella le entra la melancolía y piensa que un niño, un
retoño le llenaría de gozo y que no le importaría que se pareciese a su pareja,
porque ello le haría recordar y que la espera fuera menos larga en esos
momentos de alejamiento.
Él siempre vuelve, vuelve y la abraza como si en ello le
fuera la vida. Eso es lo que ha visto ella en él, que es un amor incondicional
y que al final tendrán el fruto de su pasión. Una pasión que no se corta,
perpetuándose toda la noche. Toda la noche sin más luz que la de Luna, que
feliz cierra los ojos y deja hacer a los dos amantes hasta el amanecer. Como una vela que arde, el calor de su llama hace resbalar
la cera. Haciendo que esta, quede como fruto en el interior de lo que más
desean. ¿Qué más pueden pedir? Les importa bien poco “el qué dirán”, no les
hace falta nada más. Él ya no se acerca por el pueblo, como no sea para hacerse
de alimentos o de alguna herramienta. No tienen dinero, pero intercambian. Hace
trueque y eso les hace seguir adelante. La gente en cuestión de dinero o
negocios, no hace menosprecio. Aunque a veces, él mismo lo sabe, él mismo se da
cuenta que no siempre sale ganando. No hay más remedio, si en ello va lo que
más quiere y lo que más desea.
Cada vez el murmullo y las risas son menores, se dan cuenta
del valor humano de la persona y poco a poco, parece ser que se va ganando el
respeto. Esto le da fuerzas y coraje para luchar con el apoyo de la que espera
sea su mujer para siempre. Lo qué no sabe es lo que no sabe y eso es qué los
lugareños no esperan lo que espera ella.
Nueve meses de espera, nueve meses de sentir como se forma y
ver como ella engorda. Dentro lleva la semilla que les hará ser una familia
completa, como aquello que se une, no como el que se pega, pero si como se
funde como el hierro candente que forma un nuevo ser humano. No les importa, “niño” o “niña”, lo importante
es que es el fruto de un amor puro. Un amor que ningún rayo de desesperanza o
duda, podrá romper. Como el que siembra un manzano, espera brotar el primer
tallo. Van pasando las semanas y con ello, los meses. En estos lugares no
existen nada más que un médico y una comadrona, él receloso no consigue
convencerla de ir al pueblo.
Todo son miradas y murmullos al llegar. Se sientan en la
sala de espera hasta que llega el momento de entrar. La comadrona que no hace
nada sin dinero por medio, hace que la enfermera les informe de cuanto les va a
costar el seguimiento. Ellos son ahora los que se miran y sin mediar palabra,
se levantan y se marchan, sin poder evitar las risas bajas de los del lugar. Unidos, van cogidos de la mano. Ella le hace entrar en razón
y en sosiego. Se alejan, pero a paso corto, como los que van dando un paseo se
dirigen hacia el lago. No volverán al pueblo y ya verán como lo hacen y
deshacen. Pero ella lo parirá sola, ella
solo tendrá el apoyo de su hombre fiel. Si es niño lo llamarán Gabriel,
si es niña a saber. Él espera que sea un niño, un niño que en su día se
convierta en un hombre. Pero para eso falta mucho tiempo y tiempo es lo que
tienen hasta que nazca el retoño. Sin comadrona y sin médico nacerá. Pero con
el amor de unos padres crecerá, ¿qué es mejor? El amor o la enseñanza, la
confianza o la desconfianza, el desprecio o el respeto. Eso es lo que le
enseñarán, vivirán alejados de una sociedad, que no sabe valorar lo que
verdaderamente importa y eso, eso es lo más importante.
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