miércoles, 20 de diciembre de 2017

                                    Como la cabeza de un alfiler

Está nevando, la noche es fría y el cielo blanquecino no deja vislumbrar a la Luna su situación,  ¿qué sería de todos, si el mundo fuera como la cabeza de un alfiler? No podríamos viajar, montar en avión y surcar los cielos, aunque sea como viajante o pasajero.

Harold, no deja de mirar por el hueco del papel enrollado y piensa o imagina, que a través de él puede ver más allá del horizonte. ¡Fiebre! Por aquello que anhela, ¡fiebre!, por todo aquello que se ha desvanecido. Rock suena por sus auriculares, heavy metal, puro metal duro le retumban en los tímpanos, no sueña, pero se imagina y se evade por un rato en su mundo. Ese sí, no es como la cabeza de un alfiler. Ese sí, no es solo aquello que tiene a dos metros de distancia.

Lo que daría por ver más allá de los cielos, sigue mirando por el hueco del papel enrollado. Como si fuesen un catalejo ojea por el agujero, al otro lado no hay nada, pero para él está el cielo abierto. No quiere mirar directamente a la ventana, no quiere ver que solo hay nieve y el cielo encapotado. Solo sueña, sueña y de un salto se sube en la cama y de rodillas se agarra al cabezal. En una mano el catalejo y la otra una pistola láser, que no es otra cosa que una linterna que le ha pispado a su padre.

La enciende y la apaga y piensa y se imagina. Se lanza a su particular espacio al vacío, no sueña con volar por el espacio, pero ya lo hace tumbado en la cama. Con las manos detrás de la cabeza, con esta con la almohada de testigo. Solo tararea, solo intenta cantar una canción. Una canción que le transporta a algún siglo, a alguna época diferente y futurista. No sueña, pero sí se evade. Se ve con pistolas de rayo láser, con casco con visera negra y se cree el dueño de alguna galaxia.

Todo pasa rápido, hasta que llega la hora de cenar y su madre, tocando con los nudillos la puerta, da la voz de alarma. Alarma, alarma, zafarrancho de combate, todos a la mesa….
      
                           -      A sus órdenes mi General. Corre hacia el comedor.

Sentado, con una mano el cuchillo, con la otra el tenedor, solo piensa en el sabroso pollo que su madre le ha preparado. Esto no es ninguno de sueños, es real. Esto no es producto de su imaginación, lo puede tocar, se lo puede comer y lo puede saborear. Su casco con visera y su nave espacial, les esperan en su pequeña habitación. No se pueden ver, ni comer ni saborear, pero él las ve y sueña y vuela. Vuela tanto, que imagina incluso que su cama, es una nave espacial. Un cohete que surca el espacio exterior a gran velocidad, no puede hacer ahora otra cosa, que comer rápido, rápido y volver a su nave estelar, antes de que algunos extraterrestres hambrientos invadan la zona y sea él el pollo, el alimento de aquellos que harían un asado con sus carnes.

No come, engulle. Su madre le dice con la mano que vaya más despacio, pero él hace caso omiso. Le espera una ardua misión, tiene que salvar al mundo de un ataque del espacio exterior. Come y solo para para mirar hacia la ventana y ver como, por el reflejo de la luz de la farola, caen los copos de nieve. Y se dice para dentro, ¡bien!, mañana podré tirarme en el trineo, ¡bien! mañana podré jugar a la luz del Sol.

Alguien le susurra, alguien le habla desde detrás de la puerta de su habitación o al menos Harold así lo cree y así se lo imagina. ¡Una voz! Es su viejo amigo Steven, el mismo con el que vive todas sus aventuras. Un amigo fiel, el cual solo él lo ve y lo escucha. Termina rápido de comer, termina rápido y diciéndole a su madre, “no tengo más hambre”, se marcha corre que te corre al mismo tiempo que se limpia la boca con la servilleta.

Ya en la habitación, y con todo a oscuras, pone el oído y atiende al amigo…

–          Dime realmente quien eres.

Se sorprende de sí mismo, no sabe que responder, no sabe que decirse a sí mismo, ya que Steven no es más, que un producto de su imaginación. Agarra fuertemente la almohada en posición vertical y como si le hablase a ella, entra en conversación.

–          Solo soy lo que tú quieras que sea, estás dentro de mi sueño, estás dentro de mi    juego.
Llora Harold, llora Steven…

–          No puede ser, ¿yo no existo entonces, yo no soy como tú?

Se limpia las lágrimas y con la voz entrecortada, se responde a sí mismo…

–          Claro que sí, lo único que no tienes una mamá como yo, pero por lo demás, existes. Mientras estés en el pensamiento de alguien, existes.
Se le cae la almohada al suelo, no la recoge al momento, solo se tumba en la cama, ahora boca abajo con las manos debajo de la cara se sigue diciendo, se sigue reprochando como si fuese Steven.

–          No me digas tonterías, no te creo, me voy.

Triste su fiel amigo, se va alejando del campamento lunar. Poco a poco, se va deshaciendo dentro de la mente de Harold. Tan amigos y se alejan por una tonta discusión. Todo dependerá del orgullo de uno y de la templanza del otro. No dejan de ser niños, no deja de ser un juego, al que Harold ya se había acostumbrado. Todo era relativo, todos existimos según estemos en la mente de los demás. Estos, si es su voluntad, nos pueden hacer desaparecer por muy vivos que estemos.

¡Rayos!, luces parpadeantes e incandescentes iluminan el rostro de Steven, este se asusta y corre llamándole a gritos.

–          Gran Señor de la Galaxia, Gran Señor de la Galaxia, protégeme.

Secándose las lágrimas con las palmas de las manos, salta de la cama y poniéndose de pie, linterna en mano, enfoca a la ventana.

–          No te preocupes, aquí estoy. Desenfundando la pistola, le agarra por el hombro a lo que no es más que la almohada y lanza sus disparos de láser, sobre algo que se mueve a lo lejos.

–          ¿No quieres rezar un Padre Nuestro? Le dice, mientras suelta una risa.

Mismamente se dice, se alza su propia voz, mientras juega.

–          Déjame de rezos, ven conmigo, subamos a la nave. De un salto Harold se sube encima de su cama y agarrándose al cabezal de cobre. Hace que vuela como en una alfombra mágica.
     
                              -          Nadie es dueño de nadie y nadie te hará daño, tú no me perteneces pero yo te respeto en mis sueños y yo soy el que siempre te protegerá.

Dispara los rayos láser o hace que lo hace, con una pequeña linterna que le ha cogido a su padre. La enciende y la apaga. Las luces son parpadeantes y la habitación está a oscuras. Hasta que en un momento se abre la puerta y se hace la luz.

–          Niño, ¿Qué haces jugando con la luz apagada?

Harold mira a su madre y le ilumina el rostro haciendo zigzag con la linterna, la madre se ríe para dentro y vuelve a apagar la luz y cierra la puerta. Ella recuerda que también ha sido pequeña, aunque ella había sido más de jugar a las casitas.

Sigue la lucha, sigue la batalla en el Universo con su fiel amigo. Un amigo imaginario, que solo existe en su mente y él es consciente de ello, pero no le preocupa lo más mínimo.

Todo es un simple juego, un juego que a lo mejor le viene al recuerdo cuando sea igual de mayor que su madre y también sorprenda a su propio hijo. Nada más importa, nada tiene más valor que la propia inocencia y la propia imaginación.

Steven se siente acurrucado, se siente protegido por el Gran Señor de la Galaxia, no quiere ni pensar que sería de él, si lo dejase abandonado a su suerte.

–          No sientas temor, yo te protegeré. Dice alzando su pistola láser hacia arriba, hacia lo más alto del oscuro y frío Universo.

Se le esboza una sonrisa, sabe que su amistad con Harold es lo suficientemente fuerte, como para despejar cualquier tipo de dudas que pudiera tener. Solo están pisando la Luna y ya se creen los dominadores de todo lo oscuro y negro que les rodea. Cómo será la cuestión, que solo queda marcada una huella en el suelo rocoso y como sin respiración se quedasen, se les hincha la garganta. Tosen los dos, tosen manchando de saliva el cristal de la visera negra.

Dan las nueve y media, y sabe que es la hora de entrar en los verdaderos sueños. Aquellos que solo se aletargan en la noche, cuando uno, inmóvil, viaja por todos los rincones del planeta o quizás, más allá de las estrellas.  A aquel mundo reservado solo para todos los más menudos, que quieren gozar de un viaje que solo se acaba donde se acaba sus propias imaginaciones. Mundos, donde se viven verdaderas aventuras. En esas, Harold y Steven se estrechan la mano y buscan como salvar verdaderamente al mundo de aquellos malvados marcianos. Siempre volverán a la base por la mañana, a la hora de despertar