Petunias
blancas.
Camino entre un jardín de petunias blancas, las voy rozando
con las manos mientras canto una canción. Una canción, una oda al amor. Al amor
puro y sincero. Respiro, respiro y aspiro y me llena de gozo y de alegría mi
interior. Soy muy joven y todavía creo en los príncipes azules y que
quien sabe si algún día, alguno rondará mi balcón. Un balcón de un piso
pequeño, aunque a mí me parezca un gran castillo. Con torreones y almenas, con
galerías y escondites, donde poder perderte entre sus sombras y sus sueños.
Guitarra en mano, me venga como un trovador de un juglar y
me ronde y me llore, me llore rogando mi perdón. Mi perdón por querer robar mi
corazón, un corazón qué hoy en día sigue sin dueño y qué tardará en tenerlo. Ya
que no creo que haya truhan ni tenor de merecerlo ni estudiante en conocerlo.
Camino y salto, a la vez que me agacho a sentir el olor de
esta pequeña flor. Flor que me envenena de sentimientos amorosos el corazón. Un
corazón todavía inexperto y todavía sin forjar por los desengaños, esos que
hacen daño. Lloro, lloro pero no por tristeza, sino por la alegría de tener
todavía mis nubes. Mis nubes y particular cielo, que se llama esperanza.
Esperanza de cuando aún todavía no se sabe el sabor de un beso sincero, el
sabor y el olor que embriaga el corazón, un corazón todavía dormido por mi
niñez.
El suelo es de piedra, pero emergen de las jardineras las
flores del bien, unas flores que mi madre cuida con el máximo respeto a su
naturaleza. El suelo es de piedra, pero entre ellas nacen, lo que llaman malas
hiervas. Esas que dice mi padre que hay que cortar, que hay que cortar desde
raíz, para que no crezcan más. Aunque para mí, a mi corta edad ya me parece
imposible.
No en barro, no en arcilla se encuentran. Son en pequeñas
jardineras dentro de un invernadero, relucen sus blancos pétalos y no corre
aire, como no sea de la puerta que tengo medio abierta. Corro, camino, salto,
juego en mi invisible lugar de recreos. Soy muy joven, para ciertas cosas y muy
mayor para otras. Pero lo que es seguro, es qué todavía soy una niña. Una niña
no de tirabuzones pelirrojos, aunque tenga mis pecas. Mis padres, me cuidan y
me miman, dejándome entrar sola en el lugar preferido de mi madre. Simplemente
no tengo que tocar las flores, aunque ganas me entran. Tengo que seguir lo
prometido o me cortarán las alas invisibles, esas que me hacen volar en mi aire
y espacio especial.
¡ Dardos envenenados, abejas asesinas es lo que salen desde
el invernadero vecino! Intentan entrar en mi jardín de petunias, quieren dañar
mis preciadas flores, pero les cierro la puerta.
Aguijones malintencionados intentan polinizar las flores,
para que estas siembren la semilla del Diablo. ¿De dónde han salido, las
malditas que no se cuentan en número? De qué color son, que tantas son, que
forman una sombra.
Las petunias en sí, ajenas al peligro siguen luciendo en
plena primavera, su polen y su color blanco. Blanco como pureza de lo todavía
virgen. Me niego a que entren y dañen o me provoquen un sinfín de picaduras.
Suena como una música estridente, el zumbido de estas. Un
zumbido que hace poner en alerta a mi madre, que sale por el portal. Asustada,
me dice, me grita, que no abra el invernadero por ninguna causa. Alterada, la
veo teléfono en mano. Pero la duda le asalta, ¿a quién llamar, a quién pedir
ayuda? El vecino de al lado, parece no estar y las abejas vienen desde su
lugar. No son las preciosas flores lo que más le preocupa, si no mi propia
vulnerabilidad a aquello que me acecha. Que hago, donde me protejo. La puerta la
mantengo cerrada, aunque se estrellen contra el plástico transparente, no
pueden entrar. Algunas empiezan a desfallecer y deciden tomar un camino
diferente llevadas por el viento.
Su propietario llega a casa, alterado y en disputa se
discute con los de su alrededor. Algunos llaman a la policía local, otros a la
ambulancia preocupados y angustiados por las sendas picaduras que inundan sus
brazos y piernas. Él lleno de soberbia y ego, hace alarde de saber controlar
una situación que parece incontrolable. No me gustaría estar en su piel, por
mucho que no muestre picadura alguna. La policía al llega, fumiga y adormece a estos malditos insectos
voladores y hace imperar la paz vecinal. Santa madre, me viene y me abraza, mirando y remirando mi
cuerpo. Suspirando al ver, al observar que no hay nada que curar. Solo y
solamente ahora, gira la cabeza y le lanza una mirada al propietario. Me hace
volver a casa y ella a paso rápido se lanza en discusión con él. Los de la Ley los separa y lo tienen que custodiar
hasta que entra en su casa. Todo queda pendiente entre acusaciones y denuncias,
por aquellas diminutas pero que en número son bastantes atemorizantes y
peligrosas.
Una noche más dormirán las flores, una noche más de
primavera en la que el polen tendrá que volar a través del aire. Todo queda
tranquilo y camino en dirección a la salida, cuando algo llama mi atención. Que
hace una mariposa como tú, aquí dentro de esta pequeña flor. Con qué colores
más bonitos has pintado tus alas, se nota que ha llegado la estación más alegre
del año. Que haces hablando o insinuándote a una abeja, no ves que es
peligrosa. ¿ Cómo se ha colado esta? No lo notas, no lo ves, solo decides
despertar tu deseo natural. Aunque sea antinatural o quién sabe. A saber.
Esta es fuerte, pero solo flirteas con ella y es qué más no
puedes hacer. Ella observa tus alas coloreadas y da un zumbido con las suyas.
Llora a polen rompido la flor, tiembla y se le estremece el tallo al ver que
ella no puede ni andar ni saltar, ni correr ni volar. Hace de mera espectadora,
mientras del polen hace de testigo de cargo y vuela alrededor de las dos. No me
acerco, por miedo, por temor a qué me pique. Pero la mariposa, se muestra como
en un cuento de hadas y tiene por completo hipnotizada a su nueva amiga. Apago
las luces y solo dejo aquella que no puedo apagar, que es la Luna, que manda su
reflejo.
Me marcho, las dejo a las dos y callando boca, me voy a
cenar. Seguro que me despertaré a medianoche e intentaré observarlas. Quién sabe, si esta diminuta abeja que ha
conseguido entrar y se pega el festín y como buen truhan o tenor, después con
el primer rayo de Sol, se escapa y le cuenta a su Reina su andanza.
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