viernes, 7 de septiembre de 2018

   
                                                 El bosque del olvido amanecer.

Sombría atardecer, ilusionante mañana, es la de aquel que se imagina un mundo como en un arco iris. Como será Carlos, como será este hombre, que un día y otro, intenta hacer lo que es imposible. En el amanecer boscoso del monte de Urano, se despierta con todo de proyectos e ilusiones, que luego, quedan arrugados y tirados en una papelera imaginaria. Todo son lágrimas al anochecer, que como chubasco nocturno, caen los planes imaginarios llevándolos a saco roto. Saco roto, que va perdiendo y perdiendo fuerza a medida que pasa la noche, una noche sin estrellas que iluminen el oscuro cielo del bosque.

Todo sería diferente, todo sería más feliz, con la compañía de Silvia. Una chica, bueno, ya toda una mujer que se enfrenta a todas las habladurías, ya que él es veinte años más mayor que ella. Pero eso, ese no es motivo de hacer de dejar de querer, de amar de forma incondicional en una sin razón, a la señorita en cuestión.

Ya se imaginaba, ya se creía una vida solitaria y de soltería, una vida truncada por la falta de cariño y de amor.  Cortando leña para el largo invierno, se prepara para dar calor a la casa y hacer de ella un nido de aquello que el destino ha unido.  Recuerda o recuerdan el momento aquel en el gran supermercado de la zona. Solo una mirada, un solo perdón, por ponerse en la cola. Una cola que pasó rápida y con un simple “gracias” se despidieron.

Fue, cuando llegar a casa y vio en la cuenta de la compra, en el reverso, el número de ella.  “un número de teléfono”, seguido de su nombre, “Silvia”. Fue tal el brinco que pegó, que casi se cae al suelo del salto. Ahora, después de tres meses, se siguen viendo y se siguen pidiendo perdón, perdón por no haberse conocido antes. Es así, que se ven, que se miran y se acarician a escondidas. Después él la acerca cerca del piso donde vive, para no levantar más sospechas, sobre su declarado romance.

Padre escueto en palabras es el de la chica, 22 años tiene ella, en contra los 42 de él, qué      como un muro de 5 metros se levanta entre ellos. Todo, todo son rumores y Jorge, que es el nombre del padre, nervioso por el que dirán, se hace de un bate, sí,  de uno de esos de los de jugar a béisbol. No aceptará el noviazgo de la pareja, ¿pero, no se da cuenta, que ante el amor, no hay más remedio que dejar el agua correr?

Solo la tiene a ella, a falta de Laura, su mujer, que enfermó y murió siendo ellos muy jóvenes. Ya de eso no se acuerda de lo qué es el amor, no se acuerda o mejor dicho no recuerda lo que es el latir el corazón y no poder sosegarlo ni con ningún calmante ni ninguna  medicación. Solo la tiene a ella, que como oro en paño, la tenía como guardada en el armario, para ser de algún mozo de su edad, bien plantado y con porvenir asegurado. No es que Carlos no tenga trabajo, hasta vive en su propia casa y con su propio ganado.

Pero Jorge, cegado por la ignorancia, no lo ve normal y pasado unos días, la encierra, no la deja salir del piso donde viven, ni la deja asomarse a la ventana. Siete días con sus seis noches, pasa la chica encerrada, que declarándose en huelga de hambre, se rebela contra su padre.

Un palo, un bate le tiene preparado como regalo, si es capaz de llamar a la puerta. Ha pedido hasta unos días en su trabajo de asuntos propios, para no perder de vista a la muchacha. Pero no ve, sigue fantaseando a su edad, en que puede elegir él la persona que ame su hija.

Padre, ríndase que mi corazón no deja de galopar. No deja ni un momento de latir y todos ellos son pensando en Carlos.

El padre ciego, se le escapa una bofetada. Ella se lleva las manos a la mejilla y sin coger ni siquiera las llaves, se hace de su bolso y sale por la puerta. Escaleras abajo, se escucha el griterío.

Silvia, Silvia, vuelve que soy tu padre.

No es un chaparrón pasajero, es toda una nube lo que le oscurece el horizonte hasta más cercano. A tientas, a ciegas sin saber el qué, se dirige hacia la estación de tren. Espera sentada a que pase el de la una, no le ha dicho nada, será una sorpresa o un lamento su llegada. No tiene hambre, tiene un nudo en el estómago, por los nervios. No tenía bastante con los rumores y malas lenguas, que solo le faltaba la inseguridad que le acarrea ahora la compañía de su padre. Por miedo y por ganas de estar con quiere estar, espera, mientras pañuelo en mano, espera y espera al tren de la una. Son las doce y  media.

Pasa la media hora lentamente, la espera ha sido larga, pero al fin llega el tren. Sube a él, como aquella que sube a un destino incierto, pero deseado. Este se pone en marcha, son tres paradas, son tres estaciones. Que como señales, le dicen y le aconsejan que siga su marcha.

Se baja en el destino, da igual su nombre o el pueblo que es, si lo que busca no es la gente sino al amor más sincero. No espera al autobús y andando, toma camino. No lleva equipaje, solo lleva lo puesto, lo puesto, su bolso y su corazón en la mano. Es el presente que le lleva y el regalo que le ofrece. Dos horas de caminata, son casi las cuatro de la tarde cuando pica a casa del hombre.
“Hola, hola”, acompañado de un abrazo. Es lo que recibe al llegar a casa de su amado. Todo son besos y consuelos. El abrazo amoroso y tierno, de aquel que ya ha traspasado  el umbral de los cuarenta. Café a media tarde, antes del ocaso del Sol.

Jorge al ver que no vuelve su hija, piensa en Carlos, sabe dónde vive y guardando el bate en una bolsa de deporte, se dirige en coche a casa de este. Sale sumamente cabreado, habla solo, gesticula, habla pensando en que le dirá cuando llegue, si es que después de partirle las piernas tiene ganas de charla. No habrá ni enhorabuenas ni regalos de boda el día  que se case, solo palabras fuertes y  llantos,  en aquel que se presente sin su aprobación. Todo es relativo quizás, porque a la  pareja le trae sin cuidado toda palabra que no sea de secreto de alcoba. Todas estas, solo les pertenece a ellos dos.

Entrelazados se encuentran en el sofá, no corren, no tienen prisa. Ella lo mira fijamente a los ojos, al mismo tiempo que se hace suya. La posee, por primera vez la posee. Siempre guardarán en el recuerdo dicho momento, son minutos de fogosidad y de besos y de caricias. La música a un volumen alto, les hace pasar inadvertidos. Los gemidos se hacen fuertes y seguidos, hasta que llegan al momento, llegan al cénit y los dos emparejados, consuman su gran amor. No es solo sexo, es algo más, es sentimiento único y como uno, acaban siendo los dos. Todos son respiraciones entrecortadas y sonrisas, los dos se quieren, los dos se aman. Tan alto es el volumen, tal es el desasosiego que conlleva este amor, que no notan como abren la puerta con sigilo, que no ven entrar a Jorge, que bate en mano se lía a golpes con el amante de su hija. Ella, entre sollozos y tapándose con la blusa su cuerpo, le dice que pare, ella lo intenta detener y en una de esas se va para atrás golpeándose en la cabeza contra el suelo. Réquiem por un amor descontrolado, réquiem por un amor desmesurado y no aceptado por el tiempo en sí.

Se miran los dos como dos toros enfuscados, y la miran por última vez a ella, llaman a los servicios de emergencia, pero nada pueden hacer, que tumbándola en la camilla, niegan con la cabeza y le suben la cremallera de la bolsa. Caminan por el descampado, uno al lado del otro, son casi de la misma edad y cegados los dos, llevaron al caos la situación. Para ella, era un amor de juventud, para él era el amor de su vida, mientras que para el padre, todo era un despropósito y una deshonra.

¿Porqué, no hablaron más con Silvia? Todo se podía haber solucionado, simplemente dejándola volar y ver si hacía nido o volvía otra vez al redil. Todo fue, como fue,  y cómo si lo hubiese hecho desde un precipicio, ella eligió su destino. Todo era real, no querían creerlo, pero era así. Todo eran llantos, no de alegría, sino de tristeza. Los dos habían perdido la batalla, pero ella había perdido la guerra, porque ya no tendría más oportunidades. Ya no tendría de nuevo, la ocasión de amar. Quién sabe si Carlos se volverá a enamorar o a partir de ahora, solo la noche le traerá pesadillas y remordimientos. Mientras sangrado será el corazón de Jorge, que ver perder a una hija, el no poder salvarla por estar alborotados en una discusión. Cegados cada uno en lo suyo, uno por el amor, el otro por su orgullo.

Más allá de la tempestad, no está la calma. Solo hay dos barcos a la deriva, sin deseo de llegar a ningún puerto. No tienen más destino que una cama solitaria, uno por hace años una enfermedad se llevó a la mujer que amaba  y  ahora se acercará a la habitación de la que siempre fue su pequeña y la verá solitaria y falta de vida. No volverá a ver la imagen de Silvia, tumbada boca abajo con los auriculares puestos. El tener que alzar la voz, para que se diera cuenta de su presencia. Ahora, se acercará al umbral, se apoyará dejándose caer en uno de los marcos de la puerta y las lágrimas le caerán por la cara. Haciendo de aquello que tenía que haber sido regocijo y alegría, se vea sumado en toda la desgracia y tristeza de una persona fallecida.

Le viene a la memoria, juegos, juegos infantiles que no se volverán a reproducir. Silvia es mayor, verla crecer ha sido toda su vida, toda su ilusión. No iba a permitir, no iba a dejar que un hombre de mediana edad se la llevase así como así.

Cierra los ojos y ve caer pétalos de rosas, no se da cuenta y está pisando las espinas. Le sangran, se le hacen heridas en los pies. No puede caminar, piensa o sueña que está en mitad del desierto y le arden además, no puede y se arrastra, se arrastra, pidiendo perdón. Como si con ello fuesen a devolvérsela, le ruega al cielo.

Hola padre. Escucha una voz que le susurra.

Hola padre. La culpa ha sido de todos, no te lamentes. No te amargues y vive, llévame siempre en el corazón, que yo te tendré presente en mi alma. No ruegues ni supliques cosas, que son imposibles. Vive, ya llegará el momento del abrazo, ya llegará el momento del consuelo.
Enciende todas las luces del piso…

Silvia, Silvia, por favor no te vayas, no me dejes. Dice Jorge con la voz entrecortada.

Lágrimas saladas, lágrimas de derrotado orgullo. Rodillas hincadas en el suelo, formando la cruz con los brazos, mira a las luces del techo, como si un abrazo eterno fuese a salir de este.

No se vieron más, ni Carlos ni Jorge, ni se cruzaron en el cementerio de la zona. Rosas rojas veía el padre cuando llegaba con un ramo de claveles. Sabía, ya sabía quién era y ahora lo respetaba, ahora, ahora que no hay nada que hacer. Sigilo en la conducta y las voces quedaron calladas, no hubo ni investigaciones ni conjeturas, todo ocurrió por orgullo y por amor, que a veces hacen una fatal mezcla explosiva.


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