Trineos de sangre
Desde que los
tiempos son tiempos y estos se cuentan por lunas, ha existido el hombre. Ese
Ser pensante, que ama y llora. Que duerme y sueña despierto, que reza y ora a
algún poder, que dice que está por encima de él. En aquellos años, en los que
no existía ni la rueda ni el fuego, llegó y pobló el mundo, el ser vivo más
imperfecto posible. Pero antes y solo antes, hubo el primero. Aquel que nadie
sabía cómo se llamaba, porque nadie le ordenaba. Pues bien esta fue su
historia, aquella que yo mismo prometí contarla, después de muerto…
Desde lo alto,
por encima de la aurora boreal, una princesa calla mientras observa cómo perros
de presa, asaltan el cuello de “el sin nombre” y le hacen caer desfallecido en
el suelo helado. Tumbado panza arriba y con los brazos en cruz, ve que la nieve
ya no cae. No se abre el cielo, este permanece cerrado, como el telón de un
teatro. Encapotado y con un color cada vez más gris. Se encienden las luces,
que no son otra cosa que la claridad de un Sol que no sale. Pero cómo ya no cae la nieve, se pueden ver y
distinguir las nubes. No sale el Sol, parece que esté enfadado y molesto, por
la presencia de “el sin nombre”. Los perros le siguen mordiendo, como lo hace
una sociedad urbana, impasible con aquel que parece más débil y solitario.
No tiene nombre,
pero tiene orgullo y en un instante de lucidez, decide y consigue de un salto
estar en pie y recto. No lleva ninguna espada, pero empieza a dar palmas con
las manos y los canes se retiran asustados. Le duele y le sangra el cuello,
pero coge nieve del suelo y con un dolorido grito se limpia la herida.
No hay nadie más
a su alrededor, solo el silencio o quizás el ruido del viento, al pasar y
tropezar contra las ramas de los árboles. No sabe qué dirección tomar, ni sabe
dónde está el norte y el sur, ni el este ni el oeste. Solo escucha sus propios
quejidos y sus propios lamentos. Pero esto es la música de la vida, tocada con
pocos instrumentos y es que uno puede ser su propia orquesta, si es la soledad
lo que nos invade.
Observa y ve,
como si estuviese encima de un escenario, sus propios pasos, hundidos en la
nieve espesa, caída durante toda la noche. No hace nada más que escuchar al
cielo, un cielo y una naturaleza, que le es totalmente molesta y que no le
guarda ni un poco de respeto y es que es la ley del más fuerte. Pero es que no
hay nada más poderoso en este mundo o quizás sí, no piensa en el
Reino de las
estrellas y quién es quién la habita.
No sabe, no
intuye y sigue caminando por la nieve espesa. No hay trineo alguno que le
acorte en breve la distancia, solo siente su corazón como un caballo galopar.
Solo ve, a través de sus ojos enrojecidos. Trineos de sangre es lo que percibe,
trineos de sangre en la blanca nieve. Marcas al lado de su paso eterno por la
estepa helada, marcas para no volver para atrás. No quiere olvidar, pero no
quiere recordar. Camina y camina al lado de las marcas de trineos de sangre.
Como si fuesen cuchillas están señaladas en la nieve, como bombas caídas del
cielo, son sus pasos firmes. Quiere huir de este lado del mundo, pero sus pasos
son lentos y el reloj de arena corre en su contra. Ya mismo será otra vez de
noche y caerá una helada, que congelará al más peludo. No quiere ser como un
oso, no quiere porque se ve y se siente hombre. Aunque no sabe o no recuerda su
nombre, será quizás por no haber tenido madre que le amamantara y le educara.
La nieve vuelve a
caer de forma pausada, ello le hace relajarse y entrar en un letargo, que
sumido en un sueño, recuerda al de un oso en pleno invierno. No hay verdad más
completa, que aquella que cae desde el cielo. Ya sea una tormenta o un cometa,
ello se hace resonar en toda la Tierra. En cambio una nevada lenta, invita al dormir
en algún lugar cobijado del frío. Él, el “sin nombre” lo sabe y duerme, duerme,
esperando su oportunidad. Esta no se hará
de esperar, esta no tardará en el tiempo. Como copos de avena son los de nieve, como copos de avena es con lo que se
alimenta. No hay carne, no hay nada cerca y solo le quedan los copos de nieve.
Duerme, duerme que se acerca la noche, aunque sea pronto, el tiempo corre o
mejor “camina”, camina en su paso también firme sin echar para atrás lo vivido.
La melodía del
silencio es atroz, al igual que agresiva. La soledad penetra en las entrañas de
“el sin nombre”. Solo, solo se siente ahora en su cobijo. Como en un osar se
encuentra, alimentándose de la nieve helada. No sabe o no entiende lo que es el
fuego y por ello se hiela por dentro. ¿O será por el hecho de la melodía del
silencio? Quién sabe. Solo sabe, lo que ve y lo que oye. Esto es el cielo
blanquecino, por la caída de la nieve y el grito sordo de esta al caer al
suelo. No sabe, pero sí entiende de qué está vivo. De que su cuerpo y su mente
reaccionan ante tal hecho. No sabe, pero sí entiende de que la soledad y la
locura, son primos hermanos y que todo, no acaba nada más que empezar y no
llora, por si las lágrimas se le congelan y no puede ver más.
La princesa del
Reino de las estrellas, se asoma entre las nubes. No sale el Sol, pero ella las
aparta para ver al tan valiente Ser Mortal. Le lanza un guiño, prometiéndole la
llegada de la primavera. Él, “el sin nombre”, por una vez se arrodilla, hinca
las rodillas ante tal preciosa dama. No podía imaginarse que existiera tal
belleza y sus ojos no están preparados, así que los cierra y alza la cabeza,
como si fuese a ser nombrado o tocado por la mano derecha de aquella que es
princesa.
Ahora sí sale el
Sol, ahora un rayo de luz cae sobre la nieve helada, haciendo que todo sea
blanco y puro. La nieve empieza a derretirse y el agua clara, empieza a
mezclarse con los llantos rojizos de “el sin nombre”. Solo la princesa del
Reino de las estrellas le guarda un poco de respeto y le ayuda.
— No llores buen hombre, no llores porque no
hay nadie que te haga sombra. Abre los ojos, esos que tienes teñidos en sangre
y límpialos con el agua clara que sale desde las rocas.
Le hace caso, le
obedece y sin más, se ve reflejado en el agua. Sonríe, sonríe y rompe en una
carcajada.
— ¡Soy yo! ¿Pero cómo me llamo? No sé mi
nombre.
La princesa, se
queda sorprendida, pero reacciona y le dice...
— ¿Para qué quieres un nombre? Todo aquel
que tiene un nombre, es porque le pertenece a alguien. Tú eres un ser
primitivo, pero libre. Libre y salvaje, que sale de las cavernas.
Ahora es él, el
que piensa y se alegra. “No le pertenezco a nadie y no me mezclo con la
sociedad, que no es otra cosa que un rebaño de pastoreo. No habrá perro que me
dirija o me muerda, no habrá hombre o pastor que me ordene”.
Camina con paso
firme, no corre, no tiene prisa por llegar, porque no tiene destino. Solo
piensa en cobijarse, por el frío de la noche. La princesa se ha marchado,
adentrándose en alguna estrella del firmamento. Entonces y solo entonces, cae como un rayo procedente de alguna
tormenta, formando el primer fuego de la historia. Esos arbustos le hablaron o
él lo creyó y dentro de su locura y miedo, escuchó como lo llamaban. Su nombre,
su verdadero nombre era “Pedro”.
Solo un nombre, para
un solo hombre. Qué más da, si no tiene ni compañía ni dueño. Solo la princesa
del Reino de las estrellas, era la propietaria de sus sueños. Unos sueños que
se tendrían que trabajar a lo largo de generaciones, pero para que esto ocurra,
tendría que encontrar fémina que quisiese formar con él, tal familia y tal
comunidad.
No fue hasta
después de un largo caminar, cuando la princesa no se dio cuenta, que de él
enamorada estaba. No fue, hasta luego de varias lunas, cuando ella quiso
engendrar. Lo durmió dentro de un osar y entre los sueños de este se metió,
haciendo que ella en su interior su semilla como una espiga de trigo creció.
Creando no uno, sino un par de seres, unos seres que ella dejó luego a su libre
albedrío. Así fue la cadena de la vida y creció y creció y el Ser Humano se
multiplicó. Gracias a la princesa del Reino de las estrellas y a su capricho
celestial, el ser humano tiene nombres. Nombres que ella eligió y que Pedro
germinó.
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