viernes, 16 de diciembre de 2016

                                               Trineos de sangre

Desde que los tiempos son tiempos y estos se cuentan por lunas, ha existido el hombre. Ese Ser pensante, que ama y llora. Que duerme y sueña despierto, que reza y ora a algún poder, que dice que está por encima de él. En aquellos años, en los que no existía ni la rueda ni el fuego, llegó y pobló el mundo, el ser vivo más imperfecto posible. Pero antes y solo antes, hubo el primero. Aquel que nadie sabía cómo se llamaba, porque nadie le ordenaba. Pues bien esta fue su historia, aquella que yo mismo prometí contarla, después de muerto…

Desde lo alto, por encima de la aurora boreal, una princesa calla mientras observa cómo perros de presa, asaltan el cuello de “el sin nombre” y le hacen caer desfallecido en el suelo helado. Tumbado panza arriba y con los brazos en cruz, ve que la nieve ya no cae. No se abre el cielo, este permanece cerrado, como el telón de un teatro. Encapotado y con un color cada vez más gris. Se encienden las luces, que no son otra cosa que la claridad de un Sol que no sale.  Pero cómo ya no cae la nieve, se pueden ver y distinguir las nubes. No sale el Sol, parece que esté enfadado y molesto, por la presencia de “el sin nombre”. Los perros le siguen mordiendo, como lo hace una sociedad urbana, impasible con aquel que parece más débil y solitario.

No tiene nombre, pero tiene orgullo y en un instante de lucidez, decide y consigue de un salto estar en pie y recto. No lleva ninguna espada, pero empieza a dar palmas con las manos y los canes se retiran asustados. Le duele y le sangra el cuello, pero coge nieve del suelo y con un dolorido grito se limpia la herida.

No hay nadie más a su alrededor, solo el silencio o quizás el ruido del viento, al pasar y tropezar contra las ramas de los árboles. No sabe qué dirección tomar, ni sabe dónde está el norte y el sur, ni el este ni el oeste. Solo escucha sus propios quejidos y sus propios lamentos. Pero esto es la música de la vida, tocada con pocos instrumentos y es que uno puede ser su propia orquesta, si es la soledad lo que nos invade.

Observa y ve, como si estuviese encima de un escenario, sus propios pasos, hundidos en la nieve espesa, caída durante toda la noche. No hace nada más que escuchar al cielo, un cielo y una naturaleza, que le es totalmente molesta y que no le guarda ni un poco de respeto y es que es la ley del más fuerte. Pero es que no hay nada más poderoso en este mundo o quizás sí, no piensa en el 
Reino de las estrellas y quién es quién la habita.

No sabe, no intuye y sigue caminando por la nieve espesa. No hay trineo alguno que le acorte en breve la distancia, solo siente su corazón como un caballo galopar. Solo ve, a través de sus ojos enrojecidos. Trineos de sangre es lo que percibe, trineos de sangre en la blanca nieve. Marcas al lado de su paso eterno por la estepa helada, marcas para no volver para atrás. No quiere olvidar, pero no quiere recordar. Camina y camina al lado de las marcas de trineos de sangre. Como si fuesen cuchillas están señaladas en la nieve, como bombas caídas del cielo, son sus pasos firmes. Quiere huir de este lado del mundo, pero sus pasos son lentos y el reloj de arena corre en su contra. Ya mismo será otra vez de noche y caerá una helada, que congelará al más peludo. No quiere ser como un oso, no quiere porque se ve y se siente hombre. Aunque no sabe o no recuerda su nombre, será quizás por no haber tenido madre que le amamantara y le educara.

La nieve vuelve a caer de forma pausada, ello le hace relajarse y entrar en un letargo, que sumido en un sueño, recuerda al de un oso en pleno invierno. No hay verdad más completa, que aquella que cae desde el cielo. Ya sea una tormenta o un cometa, ello se hace resonar en toda la Tierra. En cambio una nevada lenta, invita al dormir en algún lugar cobijado del frío. Él, el “sin nombre” lo sabe y duerme, duerme, esperando su oportunidad. Esta no se hará de esperar, esta no tardará en el tiempo. Como copos de avena son los de  nieve, como copos de avena es con lo que se alimenta. No hay carne, no hay nada cerca y solo le quedan los copos de nieve. Duerme, duerme que se acerca la noche, aunque sea pronto, el tiempo corre o mejor “camina”, camina en su paso también firme sin echar para atrás lo vivido.

La melodía del silencio es atroz, al igual que agresiva. La soledad penetra en las entrañas de “el sin nombre”. Solo, solo se siente ahora en su cobijo. Como en un osar se encuentra, alimentándose de la nieve helada. No sabe o no entiende lo que es el fuego y por ello se hiela por dentro. ¿O será por el hecho de la melodía del silencio? Quién sabe. Solo sabe, lo que ve y lo que oye. Esto es el cielo blanquecino, por la caída de la nieve y el grito sordo de esta al caer al suelo. No sabe, pero sí entiende de qué está vivo. De que su cuerpo y su mente reaccionan ante tal hecho. No sabe, pero sí entiende de que la soledad y la locura, son primos hermanos y que todo, no acaba nada más que empezar y no llora, por si las lágrimas se le congelan y no puede ver más.

La princesa del Reino de las estrellas, se asoma entre las nubes. No sale el Sol, pero ella las aparta para ver al tan valiente Ser Mortal. Le lanza un guiño, prometiéndole la llegada de la primavera. Él, “el sin nombre”, por una vez se arrodilla, hinca las rodillas ante tal preciosa dama. No podía imaginarse que existiera tal belleza y sus ojos no están preparados, así que los cierra y alza la cabeza, como si fuese a ser nombrado o tocado por la mano derecha de aquella que es princesa.

Ahora sí sale el Sol, ahora un rayo de luz cae sobre la nieve helada, haciendo que todo sea blanco y puro. La nieve empieza a derretirse y el agua clara, empieza a mezclarse con los llantos rojizos de “el sin nombre”. Solo la princesa del Reino de las estrellas le guarda un poco de respeto y le ayuda.
      
       —    No llores buen hombre, no llores porque no hay nadie que te haga sombra. Abre los ojos, esos que tienes teñidos en sangre y límpialos con el agua clara que sale desde las rocas.

Le hace caso, le obedece y sin más, se ve reflejado en el agua. Sonríe, sonríe y rompe en una carcajada.
      
       —    ¡Soy yo! ¿Pero cómo me llamo? No sé mi nombre.

La princesa, se queda sorprendida, pero reacciona y le dice...
    
       —    ¿Para qué quieres un nombre? Todo aquel que tiene un nombre, es porque le pertenece a alguien. Tú eres un ser primitivo, pero libre. Libre y salvaje, que sale de las cavernas.

Ahora es él, el que piensa y se alegra. “No le pertenezco a nadie y no me mezclo con la sociedad, que no es otra cosa que un rebaño de pastoreo. No habrá perro que me dirija o me muerda, no habrá hombre o pastor que me ordene”.

Camina con paso firme, no corre, no tiene prisa por llegar, porque no tiene destino. Solo piensa en cobijarse, por el frío de la noche. La princesa se ha marchado, adentrándose en alguna estrella del firmamento. Entonces y solo entonces,  cae como un rayo procedente de alguna tormenta, formando el primer fuego de la historia. Esos arbustos le hablaron o él lo creyó y dentro de su locura y miedo, escuchó como lo llamaban. Su nombre, su verdadero nombre era  “Pedro”.

Solo un nombre, para un solo hombre. Qué más da, si no tiene ni compañía ni dueño. Solo la princesa del Reino de las estrellas, era la propietaria de sus sueños. Unos sueños que se tendrían que trabajar a lo largo de generaciones, pero para que esto ocurra, tendría que encontrar fémina que quisiese formar con él, tal familia y tal comunidad.

No fue hasta después de un largo caminar, cuando la princesa no se dio cuenta, que de él enamorada estaba. No fue, hasta luego de varias lunas, cuando ella quiso engendrar. Lo durmió dentro de un osar y entre los sueños de este se metió, haciendo que ella en su interior su semilla como una espiga de trigo creció. Creando no uno, sino un par de seres, unos seres que ella dejó luego a su libre albedrío. Así fue la cadena de la vida y creció y creció y el Ser Humano se multiplicó. Gracias a la princesa del Reino de las estrellas y a su capricho celestial, el ser humano tiene nombres. Nombres que ella eligió y que Pedro germinó.


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