Ida
al olvido.
Jaime miraba por
la ventana como el frío de afuera traspasaba el vidrio templado y convertía en
hielo todo aquello que encontraba. Lo calaba de manera intuitiva en los huesos y
hacía que tuviera escalofríos hasta en el alma. Era el mes de enero, no
recuerdo el día exacto. Pero el Sol no calentaba i no llegaba a subir el
termómetro más de un par de grados. Él, sentado solo y de manera incomoda,
observaba a la gente de pie, agarrados a las barras laterales que se sujetaban
al techo o bien, a las verticales que eran atornilladas al suelo, haciendo a
veces tuvieran que hacer movimientos acrobáticos para no caerse. Los semáforos
se ponían verdes o rojos, pero el color que le gustaba era el amarillo, siempre
había dicho que quería pintar un arco iris al cielo. Que quería hacerlo, porque
se sentía feliz, feliz y contento por tener al lado una mujer maravillosa. Pero
ahora, se veía en un asiento de un transporte público, teniendo que compartir
el espacio, cosa que él detestaba por su propia prepotencia. La misma que le
hacía retroceder en este viaje, un viaje que quería que le hiciese olvidar,
todo aquello que no quiere recordar. Se veía sentado
en el asiento, cogiendo con los dedos de la mano derecha el billete. Un billete
que le llevaba a dónde no se sabe el nombre. No tenía nombre, porque no era en
ningún lugar. Solamente en su cabeza, solamente dentro de su alma era aquella
parada. No había nada, nada que le obligase a ir, solamente el olvido. Olvidar,
el solamente quería olvidar que era vivo.
Escuchaba una
canción por los auriculares del móvil, no era nada nuevo, no era el único en
hacerlo. Mucha, pero mucha gente hacía lo mismo. Esta canción lo transportaba a
los jardines del amor carnal, ¿a dónde estará aquella mujer por la que perdió
hasta la cabeza? Ahora solo y desnudo anímica y económicamente, solamente subía
a los transportes públicos, aquellos que antes miraba a través del vidrio de su
coche. El viaje era más
tranquilo de lo se podía suponer, todo y esto le daba más voz a los
auriculares, hasta que se sentía envuelto por la melodía. Se volvía paranoico y
parecía que la percepción que recibía de los hombres y mujeres, ya fuesen
jóvenes o maduros, era que eran de alguna secta y que él era la próxima
víctima que se encontraban en su paso.
Parecía que todo el mundo que le rodeaba, hablaran de él. No se podía mantener
sentado y dejando el asiento se cogió sin querer al brazo de un hombre y
corpulento. Este lo miró de manera furiosa y con la cabeza mirando al suelo, le
pidió disculpas. Quería sentarse otra vez, pero ya no era posible y el trayecto
era largo y ahora sí que sería incómodo.
–
-Dame
la mano amigo. – Escuchó desde atrás.
Miró, para
observar ahora sí, que la gente lo miraba. Todo por haber cogido del brazo al
hombre corpulento, estos se reían por debajo de las manos. Todo eran risas y
mofas, se quería bajar y coger el siguiente o ir caminando. Todo va llegar un
punto, de cuando era a mitad de camino y comenzaba a nevar, tuvo que tomar una
decisión. Ya no era la prepotencia de tiempos pasados, era por tener ganas de
llorar y no tener a su lado, como si fuese un niño, a su madre. Qué más daba, sin
pensarlo mucho apretó el botón del aviso de parada. Volvió a echar la mirada
atrás y las miradas caían sobre él. Solo fue un minuto eterno y con los ojos
sollozos se abrieron las puertas mecánicas y respirando el gélido aire, se
bajó. Casi le pellizca el trasero cuando se cerraron. Volvió a respirar,
sintiendo dentro de sí una fuerza de libertad. Arrugó el billete, tirándolo al
suelo. No podía imaginar que pudiera adivinar el futuro, sin más este se había
vuelto caprichoso, haciendo de él un poco o mucho. Pero al menos persona, al
menos alguien para él, aunque no sentía el mismo respeto.
¿Era respeto lo
que había sentido hasta entonces? A saber. Solo tenía unos empleados a sus
órdenes, ¿pero amigos? Él sabía que los amigos que verdaderamente valen la
pena, no se compran ni se les ordena. Son como las mujeres, las hay que solo
buscan el dinero o el deseo. Pero el amor de verdad, quién sabe la que lo busca
con sinceridad.
La nieve empieza
a entrarle en los pies, el frío se hacía cobijo en su cuerpo, fumando un
pitillo pensaba que se iba a calentar y sus nervios amedrentar. Miró y miró,
viendo cómo pasan los minutos y no pasar otro por esa parada. Tuvieron que
quedarse los pelos de su cabeza congelados, antes de que hiciera paso uno
nuevo. Aunque no tenía el mismo número y tampoco la misma dirección, se subió
sin preguntar destino alguno. Era ya la hora de comer y este iba más vacío,
cosa que aprovechó para encontrar sitio, descansar, soplándose las manos. Era
enero y solo me acuerdo de que era laborable. Qué más da lo demás, quien busca
o que busca uno cuando viaja. Quien sabe, los hay que buscan algo más que un
simple transporte a algún lugar. A lo mejor y dejándose llevar otra vez por la
música miró, una mujer más o menos de su edad, que leía uno de los periódicos
que regalan al subir.
No le hacía caso y solo deseaba que llegara la primavera a su corazón. Observó en sus manos un anillo que le comprometía con otro hombre. Giró la vista, viendo su partida perdida se volvió a dedicar a mirar por la ventanilla, una y otra vez, pero eran horas de estar en casa y había poco tráfico. Solo él y alguno más, viajaban en el mismo. Solo él y alguno más, sería que igual de solitario. Ahora con el corazón roto, había pocos o al menos que lo dijeran. Porque ese sentimiento se lleva dentro y no se aflora, como no sea en una decisión que no se evita.
Llegó al final del
trayecto y el conductor, le invitó a bajar. Pero muy educadamente, le compró
otro billete. Este se quedó sin palabras y accediendo con un ligero movimiento
de hombros, se lo dio en mano. No dijo nada, pero seguro que pensó. Ahora, lo
que pensara no se sabe, solo se sabe que Jaime tenía asegurada una hora más de
camino. Pero no iría para casa, porque ésta la tenía perdida. Solo su exmujer
tenía derecho a entrar. No se puede imaginar, como hubiera sido su vida si no
se hubiese cruzado con ella. A lo mejor,
seguiría caliente en su hogar. Es difícil creer, que nunca quiso mujer alguna.
Pero ella se presentó y no le pudo decir que no. Le entró en el corazón con el
permiso de un solo día y se quedó durante cinco años, anidando en él un
polluelo, que no puede olvidar ni quiere.
La carretera se
empezaba a helar, se veían los surcos de los neumáticos en la nieve, que como
si fuese un tocadiscos y ellos fuesen las agujas de una canción que parece que nunca termina. Los habitantes
de la ciudad que atraviesan, seguro que se recogen en sus casas con sus
familias. Los ojos se les humedecen, pensando en su hijo, solo en el pequeño.
En aquel con el que tendría que estar a su lado y que ella no le dejaba ver.
Aquel que le despertaba por las noches y su exmujer le daba el pecho al
pequeño. Recordaba entonces, como observaba en silencio, como tomaba la leche
materna y como sus pequeños dedos intentaban sujetarse al pecho, de la entonces
era su pareja. Seguía circulando por la travesía, el conductor lo miraba de vez
en cuando por el retrovisor. Viéndose extraño, extraño de ser cómplice de
Jaime. No podía invitarle a bajar, es más, sentía como una especie de empatía
hacia él. No podía dejarle a su merced, con el frío de un día de enero. Ahora
recuerdo que era por navidades y las
luces todavía atravesaban colgadas, las calles de la ciudad. ¿Qué haría por la
noche? Cuando sintiera el calor de estas fiestas y escuchara a los demás niños.
Escuchara sus risas y se imaginara sus sueños.
Diciéndole que no
se enfadara, le indicó que se bajará. Que lo sentía mucho, pero no podía
dejarle viajar más. Le faltó poco para abrazarle al mirarle los ojos y cuando
se alejaba, escuchó una voz rota, que le decía Feliz Navidad. Ya no podía
recordar a su madre y a su padre, como eran estas fechas para los tres. Al ser
hijo único, gozó de todos los mimos y todas las atenciones, para él solo. A lo
mejor por eso, había llegado a ser tan prepotente y también por ese motivo,
había perdido todo el amor y todo el cariño. Era fácil quedarse mirando los
escaparates, que con tanta atención enmarcan y envuelven al corazón más helado,
volviéndolo lleno de aquello que parece perdido para toda la vida.
Las campanas de
una iglesia cercana, dieron las seis de la tarde. La noche estaba a punto de
caer y él sin cobijo, no quería pensar y solo quería olvidar. Tenía móvil,
cierto. Pero solo para escuchar música y ver la hora. No tenía saldo, no podía
hablar con nadie y nadie tenía ningún interés en llamar. En darle una sola
oportunidad, porque todo aquel que le rodeó, era solo por puro interés. No sabe
si hay alguien pensando en él, no sentía ni abrigo ni cariño. No besaba a
ningún ser querido desde hace años, porque aquellos que simplemente quería, eran
sus padres y estos hacían un tiempo que ya habían marchado. No sabía, no se
atrevía en decidir. En tomar la decisión de irse con ellos, en dejar el mundo,
un mundo solo movido por el interés de todo aquello que mueve la hipocresía y
la codicia.
Paseaba sin
destino y sin darse cuenta, yendo con sus pensamientos un coche le arrolló. Le
arrolló de muerte, solo sentía una voz tenue. Una voz de una enfermera, que le
hablaba mientras le miraba sus heridas. Abrió los ojos y al verla, abrió el
corazón con una sonrisa. Era muy guapa y atenta, solo escuchó que le decía…
–
-Has
tenido mucha suerte.
Asintió con la
cabeza y varios días fueron de estar en el hospital, varias fueron las visitas
de la enfermera. Cuando le preguntó, donde vivía. Él solo pudo decir la verdad
y esa era que vivía en la calle. A lo que ella respondió…
–
- - No te
preocupes, si quieres dejar la calle te ayudaremos.
Era el primer
hecho desinteresado que recordaba, sintió una ola de calor dentro de su alma y
esta la recogió con alegría. No volvería a ver a la dicha enfermera, pero
siempre se acordaría de ella y ahora, ahora empezaba para él una nueva vida.
Una vida donde hay que abrir más el corazón y no ser tan prepotente y tan
egoísta. Tan hipócrita y ser merecedor, merecedor de ser feliz con alguna compañía.
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