El
carromato
Rueda que rueda la rueda de la
fortuna, tal y como lo hace el cansino traqueteo del carromato de Gerónimo. Gira
y gira la brújula imantada de la rosa de los vientos del Norte. Busca, que
busca alguna razón para seguir el camino trazado, tal y como si él no fuera
dueño de su propio destino. Tal y como hizo su abuelo, tal y como hizo su padre
y ahora quiere seguir el mismo camino. Y quién sabe si desea, por cabezonería
propia, que lo hagan también sus hijos. No rompe a llorar, porque no le quedan
lágrimas que secar, al igual que no pega un grito de desespero debido a la
afonía que lleva consigo mismo.
En el carromato, solo transporta estiércol,
solo abono para unos campos estériles por falta de lluvia, que hace que cada
día esté más en la ruina. Sin dinero, sin peseta alguna, teme más a los
impuestos, que al hambre. Todo por no hacer caso a aquellos que le dijeron, que
le advirtieron que vendiera los terrenos a un régimen recién llegado. Ahora
tendría algo de dinero, pero no, él tuvo que caer en la cabezonería y preferir
las mazorcas de maíz, antes que ver su campo sembrado de bloques de pisos.
El Sol, sí el Sol, ese astro que
hace de testigo. Pero Gerónimo no le canta,
este por rencor sí calienta y hace llenar de sudor a todo aquel
campesino que piensa con libertad. Todo ello no deja sino invitar al destino, a
saber cómo acaba la contienda.
Se va acercando poco a poco, los
bueyes aunque sean fuertes, andan ya agotados.
–
-- ¡Ay!, que será de mí. Piensa para dentro de sí mismo al ver afuera a su prole. Dos niños y
dos niñas, en la que la diferencia de edad entre uno y otro es corta.
Llega al porche de la casa, se
baja y como el que esconde la tristeza y la pena, le susurra al oído.
–
-- ¡María!, ya he vuelto. Le dice a su mujer, al mismo tiempo que la besa en la mejilla. Ella le
pasa la mano por la cara, al mismo tiempo que se dirigen a la puerta cogidos de
la mano.
Después de un rato de cariño y
charla, sale afuera y desata a los bueyes y los lleva a su merecido descanso.
Quizás y solo quizás, estos tendrán más suerte y tengan más de comer que los
propios dueños.
Solo un poco de agua, un poco de
leche y algo de pan para migar, es la cena del comensal. Todo es alegría y
aunque retuerzan un poco los estómagos de aquellos que todavía se resisten a la
marcha de lo cotidiano. Su mujer recoge la mesa, mientras la atenta mirada de
su marido, le hace intuir lo que la noche le va a deparar. Ella, aún joven, se
hace un moño y le sonríe, haciendo que él se vaya animando. Cuando de momento,
se rompe el silencio.
–
-- Cuéntanos un cuento papá. Dice unos de sus vástagos.
–
Cuál os puedo contar que no sepáis vosotros,
linces, que sois unos linces. Responde el
padre, haciendo un guiño con su ojo derecho.
No se le ocurre ninguno, hasta que
de golpe y porrazo, se pone a explicar historias de reyes y princesas, sin
faltar en ellas algún canto de algún juglar o de algún marques.
Todo son risas y cantares, hasta
que los cuatro caen rendidos en sus brazos, como debe de ser. Ahora era el
turno de él, de caer en los pies de su amada esposa. Tanto engendrar tendrá
algo positivo digo yo, porque no tendrán dinero, pero si la pasión se pudiera vender,
serían inmensamente millonarios. Todo dura, lo que una vela entera acaba de
consumir la llama ardiente y álgida que calienta los dos corazones quebradizos
por el acecho de la miseria y la cera resbala por la vela, como las manos de
Gerónimo lo hace por el cuerpo de ella, digo bien, ella, porque todavía no he
dicho nombre alguno. Son las cinco de la mañana y algo
ve en la claridad del día, algo ve antes de que el Sol entre por la ventana,
que despierta perplejo. Ha tenido una idea, buena o mala, es una idea que puede
llegar a salir de la situación compleja en la que se encuentran. Se viste y sentándose
en la mesa del comedor, papel y tintero en mano escribe unas letras…
“Laura, mi dulce y amada Laura, que sería mi vida sin ti. Sin dinero
puedo vivir, sin comer podré algún tiempo subsistir. Pero, ¡ay!, sin tus besos
y las risas de los pequeños, no podría, no, no podría. Te lo dejo escrito en
este trozo de papel, para que hoy cuando te levantes y no me veas, no pienses
que me he aprovechado de ti. Al revés, he logrado ver la realidad, que no es
otra que buscar trabajo en la ciudad. Sí, en la gran ciudad, ya sea friega
platos o barrendero. Ya me las apañaré, juro y juro, que vendré a buscaros. Y
si hace falta, dejaré perder la tierra o agarrar lo poco que me den por ella.
Sin más, recuerda, que te he amado, te amo y te amaré, hasta el último aliento
de mi corazón”.
No hay ningún beso de despedida,
solo una última mirada desde el umbral de la puerta de la habitación y sin
hacer ruido, se aleja. Toma las riendas del carromato y con cigarrillo en la
boca, da la orden a los bueyes. Coge camino, sigue el sendero, hasta un letrero
con forma de flecha que le dice “Madrid”. No sabe cuánto se tarda en llegar,
solo lleva agua y comida para unos días, no llega a la semana quizás.
El Sol es abrasador y se ríe de
él, le dice, le inculca y le graba en la mente, “no durarás ni dos días”.
Vientos de cambio, se ven en la
lejanía… No, solo es la ciudad, es la
entrada de un Madrid en un año tal como 1941. Gente deambulando por las calles,
perdido, se siente perdido. Uno de tantos, avispado como él solo, se alza y se
sube en el carromato y le quita la comida y la ropa. No para, hace seguir a los
bueyes, hasta que le para un guardia, la autoridad da un golpe de maza y le
pregunta a dónde va. No sabe que responder, solo sabe decir, “trabajo, necesito
trabajo”. El guardia no quiere reír, pero se ríe y le dice que vaya camino a
las fábricas. Él sin saber el qué, hace caso y preguntando, llega al final
hacia las industrias. Pero no lo ven como operario y lo envían a las obras, “hay
que levantar España de una guerra casi recién acabada”, le dice uno de los encargados con los que ha hablado. Ahí, ahí sí
que encuentra trabajo y vende los bueyes para poder pagar la pensión. Poco le
importa a él quién haya sido el vencedor y quién el vencido, solo desea salvar
a su familia del hambre. Así, que sabiendo que hay que callar, trabaja desde el
alba hasta el ocaso. No gasta ni una peseta más de lo necesario. Todo lo demás
lo guarda bien guardado, en un lugar poco original, pero seguro. Mujeres… ¡ay!, mujeres. Todas se acercan, deseando solo
una cosa, pero no quiere, dice estar casado. Al final, por cansinas, lo dejan
en paz. Pasan los días, pasan dos meses y se acerca el invierno y en la
construcción no es lo mismo, el frío se apodera de su cuerpo y de sus manos y
al final lo despiden.
Intenta de nuevo entrar en las
industrias, pero no tiene suerte. Ni sabiendo leer y escribir lo contratan, así
pasa el tiempo y acaba sucumbiendo en las aguas del vino. Hasta que no le queda
más perras que las que lleva mucho tiempo guardando y que se ha gastado más de
la mitad. No tiene bueyes, pero todavía conserva el carromato, conque por dos
duros de más, compra un mulo y con el rabo entre las piernas vuelve para casa.
No sabe lo que va a encontrar, no sabe, pero acierta al notar el primer beso al
llegar. Fiel, fidelidad al verdadero amor que se fraguó en la juventud, para
ellos dos eterna.
Juan, gran amigo de Gerónimo, le
visita regularmente. Más que nada para darle ánimos y decirle que debido a la
fuerte amistad que les une, siempre tendrá agua y cobijo dentro de su casa. Que
su familia es la suya también y que en el pequeño pueblo todos somos amigos de
nuestros amigos y ello, ello le llena de alivio. Ahora, cuando le ve las orejas
al lobo, se ha dado cuenta de su error. Aunque como en orgullo no le gana nadie
y vuelve con el arado, pero sin los bueyes no es lo mismo.
La noche cae, pero ya no hay
ganas de cuentos y cantares ni demás juegos. Solo el consuelo de Laura,
amortigua un poco el caos que se ve metido. Hasta que por la mañana, ahora sí
levanta el día de verdad, no lo ve todo negro o quizás sí, según se mire.
– Cae
lluvia negra papá. Grita uno de sus
hijos, el tercero por la cola para ser más exactos.
– ¿Lluvia
negra?, pregunta sin esperar respuesta
alguna.
Aquello que eran campos
estériles, ahora estaban negados de un líquido negro. El primer hijo, el mayor
de todos, pone la palma de la mano en la tierra y al levantarla, grita de forma
escandalosa.
– ¡Petróleo,
papá!, somos ricos. Exaltado, no deja de
saltar de alegría y corre sin sentido y sin
destino.
Gerónimo se queda con la boca
abierta, ya pensaba que no tendría nada que llevarse a ella y ahora, el mundo
se rinde a sus pies, a sus pies y a los de los suyos. Imagina, que boquete
habrá abierto con el arado y quien habrá sido. No lo entiende y se queda pasmado.
Hasta que habla con su gran amigo Juan, este le dice, le comenta. Que a
espaldas suyas, buscaba pozos de agua para el regadío. Bolsas de agua ocultas
en lo más profundo de la tierra. Que no quería ver el desespero y tenía que
buscar maneras y esta, esta fue la que se le ocurrió. Se miran a los ojos y
ahora sí lloran, pero de contentos y alegría. Por el abrazo y el bienestar de
un amigo se hace casi de todo. Quién iba a decirles lo que iba a pasar. En
estado paranoico acaban los dos, risas y más risas, abrazos y más abrazos.
– Te
pertenece la mitad Juan, son mis tierras, pero ha sido tu idea. Si no llega a
ser por ti, me veía en casa de alguno de vosotros.
– No
te preocupes, no demos saltos, hay que llamar a los que saben de estos temas y
haber que nos aconsejan.
Es tal la voz del hallazgo, que
esta llega a oídos de los americanos, que no tardan en venir. Pero se ven
frenados por aquellos que a golpe de maza y látigo, hacen obedecer hasta el más
duro.
¡Expropiación!, palabra que no
existía en la cabeza de Gerónimo, duro chantaje a quemarropa. Uno de los
ministros de aquel que gobernó en aquellos tiempos, uno de los lacayos de tal
personaje, le presiona en aceptar los dos duros o le será expropiada la finca.
Legal sabe que no es, pero ponerse en contra tampoco puede, mujer y cuatro
hijos, son demasiadas bocas que alimentar, así que accede y entre lágrimas
recoge el poco dinero y acepta la caridad y el cobijo de los que son sus
verdaderos amigos. Que sabiendo que al igual tienen la misma fortuna, callan y
no buscan, a temor de correr la misma suerte.
Montado en el carromato y tirado
este por el mulo, recorre las calles del
pueblo recogiendo chatarra la que vender. Solo por no querer vivir solo de
prestado, desea sentirse útil y con la lección aprendida, aunque a veces se
aprenda demasiado tarde. Solo el ver dormir en su mundo de fantasía a los
pequeños, le hace salir una sonrisa. Solo eso, porque ni siquiera el amor
conyugal continúa ardiendo y la que fue en su día una llama fogosa, hoy es solo
un mar en calma y de respeto.
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