sábado, 26 de mayo de 2018


                                             La novena guerra

Es un fuerte dolor el que me sacude, estoy de nueve meses y he roto aguas. Son las cuatro de la madrugada de un lunes y no tengo ni marido ni hermano que me ayude a ir al hospital. Todo son nervios y querer ir deprisa.

¡Deprisa!, que el niño ya viene. ¡Deprisa!, que ya viene mi hijo al mundo. Llamo a una ambulancia, llamo y tardan, tardan y vuelvo a llamar. Cuando suena el interfono, no ando, corro como puedo apoyándome en las paredes del pasillo y les abro la puerta principal.

Entran y todo son carreras, uno de ellos me hace ir a la cama, yo le pregunto “porqué”, a lo que él me contesta que, “ya tiene la cabeza afuera.” Yo me pongo histérica. No sé en qué pensar, solo sé que me encuentro ahí tumbada, en la cama de mi casa, alumbrando, con una pierna para cada lado, se hace fácil el parto. Cuando he acabado, me bajan en camilla con el niño envuelto en una toalla. Todo son sonrisas y ojos humedecidos por la emoción. Al rato, al llegar me duermo extenuada y solo viajo en mis sueños a un mundo de esperanza y alegría.

En ellos, lloro, lloro desconsoladamente, mientras sujeto con todo mi corazón, a mi niño en brazos. Acaba de nacer, ya han pasado nueve meses, nueve auténticas guerras. Sus pequeñas batallas le han dado de merecer su medalla de la vida. Todo es así, todo es relativo, la vida o la muerte física. Nueve guerras, mes a mes, dentro del vientre de su madre, que no ha sido otra que yo.

Tengo veinticinco años, soy primeriza y estoy muy contenta, me llena de alegría y de gozo, el ver a tan pequeño retoño. Vida a vida, hemos ido luchando contra todo aquello que significaba una batalla. He conseguido, he triunfado, he logrado alejarme de todo lo que significa tóxico o perdición. Ahora soy una mujer nueva, “soy madre”, que más se puede pedir. Le doy un beso, un cálido beso de madre y lo dejo en su cuna transparente. Una de tantas de las que hay en los hospitales de maternidad, pero él no es uno de tantos, él es mi hijo.

Todo no son cánticos y risas, ya que no tengo marido con quién compartir mis amores  y sentimientos. El que era merecedor del título de padre se marchó, así que sola me he quedado. Orgullosa me siento, feliz y contenta, ahora sabré lo que es pasar las noches en vela. Sé por oídas, sé porque te lo explican, que a lo primero son lágrimas de querer comer, son lágrimas de tener calor o frío. Que todo no son cánticos y risas, lo que me sabe mal es que no me podré turnar con nadie y compartir lo que se vive al mismo tiempo. Sola, me siento a veces o mejor dicho, me sentía. Ahora no tendré tiempo para tonterías, ni siquiera podré arañar una horita al día para poder relajarme y pensar que hago más en este mundo.
       
                       ¡Enfermera! Acércame a mi hijo que quiero darle un achuchón.
                                    
                       ¡Enfermera! Abre bien las cortinas, que quiero que toda la ciudad vea, ¡mentira!, que todo el Universo vea lo que he creado dentro de mí.

Viene una gaviota y se acerca al cristal, veo desde la cama de la habitación del hospital como me mira, me mira. Incluso picotea el vidrio y empieza a fabricar un nido, ¡un nido! Sí, en el borde de la ventana, con pequeñas ramas empieza a hacer un lugar dónde anidar.
    
                                         Cuéntame gaviota, ¿qué se siente teniendo alas con las que volar?  Yo solo soy una mujer, solo soy un Ser humano, que hasta en sus sueños, camina y camina con los pies clavados en el suelo. 

                        No, no me contestes, solo déjame mirarte y aprender a querer.

Son solo dos días, solo son un par de noches para aprender la ley de la naturaleza. Todo animal, toda especie no quiere a sus retoños. Ya sea el feroz león o la linda gaviota eso es así, todo es luchar por vivir, por desear que cada instante se viva con amor.


Ve y observa, como los huevos son una realidad, observa y ve como ella los calienta con su cuerpo. Todo es tierno y lleno de amor, hasta qué una nube negra o quizás dos, hacen oscurecer el cielo azul de la ciudad de Barcelona. Solo sé lo que sé y poco más. La luz del Sol desaparece, haciéndose la oscuridad en el lugar. Vientos y más vientos, hacen caer el nido de la gaviota. Los huevos que tanto cuidaba y les daba calor, son ahora esparcidos y derramados en el suelo.  Trueno tras trueno, relámpago tras relámpago, hacen sordos e iluminan el interior de la quinta planta. Es todo un corto espacio de tiempo, pero el suficiente para que mi pequeño se despierte y llore, llore hasta que lo cojo, lo cojo y lo abrazo. Dándole mi amor y consuelo.

Después de meses sin agua, sin lluvia, ahora tiene que arreciar. Despliego mis velas que no son otras cosas que mis brazos y agarro al pequeño, un pequeño al que todavía tengo que elegir nombre. No es una equis, no es un símbolo, es solo un niño que quizás llegue a ser un gran hombre, llenándome de orgullo.

Las gotas golpean en el cristal y no veo a la gaviota, solo a lo lejos, en el horizonte como se une el mar y la tempestad. ¿Qué habrá sido de ella?

¡Zas!, un trueno que no espero y se me cae la criatura al suelo, solo la luz del relámpago lo ilumina y como si fuese una agua en tromba, acuden las enfermeras. Yo, me quedo quieta sin poder moverme ni respirar. Escucho una canción de piano y todo queda en silencio. Yo me siento sin fuerzas y me ayudan a sentarme en la cama. Poco a poco, las lágrimas van resbalando por mi rostro, llegando a la boca, desbocándome en un sabor amargo.

Alguien se acerca, alguien alto y delgado, sin bata pero con alzacuellos y le promete consuelo, a lo que yo le contesta que le devuelva a su hijo.

          Dime sacerdote si puedes, dime si puedes demostrar que hay una razón para que pueda sentirme contenta. Dime tú qué sabes más que yo, como se puede una madre despedir de un hijo.

Solo me doy la vuelta y me encuentro ya en casa y de mi vida haré un diario. De mi existencia, un plegaria. No quiero velas en el día de su entierro. No pudo ser, los médicos dijeron, “muerte súbita” y yo aquí lo dejo escrito, aquí lo expongo. Como un diario de una madre, que siempre llevará a su hijo en su corazón. Solo tenía unos días, no pudo ni correr ni ir al colegio, no le dio tiempo.

Ahora sí que lloro de manera desconsolada y no hay nadie alrededor de la mesa del comedor. No hay ni marido ni familia, solo mi hijo, que como una rosa se arranca de un rosal, tengo yo su foto.
    
                                        Me gustaría crear algo que me acercara a ti, pero no veo nada, no sé nada. Solo espero que estés en el cielo, en el cielo dónde tú eres el ángel más puro y más grande. No sé qué decir, no sé qué escribir. Solo una carta, solo un avión de papel, que acabará en el suelo.

Agarro fuertemente la imagen de mi niño, la sujeto tan fuerte que la doblo. La guardo, la escondo en el cajón del mueble principal. No sé a quién cambiarle los pañales, pero sí a quién ponerle una vela. El por quién rezar y a quién orar, la enciendo y pego un suspiro.

Me acuerdo de un cuento, me acuerdo de una historia, que no si es cierta o falsa, real o irreal. Pero sonrío, esbozo un poco de alegría en mi rostro y acercándome, tomo asiento en una de las sillas. Le digo, le comento…

“Había en un pequeño poblado de algún lugar, un niño que era como tú. Lloraba y lloraba, pero también reía y reía. Sí, como tú, ahora ríes, yo escucho tu risa. No sé si me estaré volviendo loca, pero el niño del cuento, salta y salta. Va de poblado en poblado, contando sus historias y haciendo juegos, todo eran risas, todo eran bailes. Hasta que un día, hace ya algún tiempo, se tuvo que intercambiar con el hijo de un rey. Era un rey permisivo, pero a la vez muy desconfiado. Por ese motivo lo intercambió, hasta que un día de algún mes, el muchacho se mostró con ansia de riqueza y poder. Entonces el rey le dijo que quería que volviera su hijo, el niño, ya muchacho de cierta edad le dijo que no. A la que su majestad se enfadó y llevándoselo a las mazmorras, le intentó quitar la vida.  Suerte o dicha la que tuvo, cuando se le abalanzó un soldado, salvándole de la muerte. A su alteza, le condenaron y le dieron el trono al muchacho.

Pasaron dos días con sus dos lunas, cuando sentado ya en el trono, hizo llamar al verdadero príncipe y mostrándose de lo más locuaz, le desterró a una isla que no se encuentra en los mapas marítimos.  Así fue como reinó por el tiempo que le regaló la vida, como le regaló el reinado.”

Te narro esta historia, te cuento este cuento, porque me llama la esperanza de que haya sido un error.  Que algún día me piques a la puerta y en un abrazo nos fundamos, como madre e hijo que somos. Solo le pido a las estrellas que me iluminen por las solitarias noches y si eso, te vea corretear entre ellas.

          Mama, mama estoy aquí, a tu lado.

          Mama, no me voy de tu vera. Será como será, yo me siento muy a gusto cerca de ti.

          Pero dime un hasta luego o mejor dicho hasta que sea el momento. Yo seguiré cantando y saltando a tu alrededor. Seré quién quieras que sea. Solo por verte contenta y feliz. Coge ese peluche, mécelo como si fuese yo. Dale besos y acurrúcale por las noches.

No olvidaré jamás sus frases, no olvidaré nunca de los jamases sus palabras. Yo seré siempre a su lado, encenderé cada día una vela, por siempre de los tiempos, arderá la llama de la vela. Siempre por siempre, lo llevaré en mente, lo llevaré dentro de mi corazón. No sé si fue el calor de la llama o el fuego que arde dentro de mí, que desperté, reaccioné y desperté, pegando ahora sí un suspiro al ver a Juan, sí Juan se llama, mi pequeño en su cuna de cristal.


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