La novena guerra
Es un fuerte dolor el que me sacude, estoy de
nueve meses y he roto aguas. Son las cuatro de la madrugada de un lunes y no
tengo ni marido ni hermano que me ayude a ir al hospital. Todo son nervios y
querer ir deprisa.
¡Deprisa!, que el niño ya viene. ¡Deprisa!,
que ya viene mi hijo al mundo. Llamo a una ambulancia, llamo y tardan, tardan y
vuelvo a llamar. Cuando suena el interfono, no ando, corro como puedo apoyándome
en las paredes del pasillo y les abro la puerta principal.
Entran y todo son carreras, uno de ellos me
hace ir a la cama, yo le pregunto “porqué”, a lo que él me contesta que, “ya
tiene la cabeza afuera.” Yo me pongo histérica. No sé en qué pensar, solo sé
que me encuentro ahí tumbada, en la cama de mi casa, alumbrando, con una pierna
para cada lado, se hace fácil el parto. Cuando he acabado, me bajan en camilla
con el niño envuelto en una toalla. Todo son sonrisas y ojos humedecidos por la
emoción. Al rato, al llegar me duermo extenuada y solo viajo en mis sueños a un
mundo de esperanza y alegría.
En ellos, lloro, lloro desconsoladamente, mientras
sujeto con todo mi corazón, a mi niño en brazos. Acaba de nacer, ya han pasado
nueve meses, nueve auténticas guerras. Sus pequeñas batallas le han dado de
merecer su medalla de la vida. Todo es así, todo es relativo, la vida o la
muerte física. Nueve guerras, mes a mes, dentro del vientre de su madre, que no
ha sido otra que yo.
Tengo veinticinco años, soy primeriza y estoy
muy contenta, me llena de alegría y de gozo, el ver a tan pequeño retoño. Vida
a vida, hemos ido luchando contra todo aquello que significaba una batalla. He
conseguido, he triunfado, he logrado alejarme de todo lo que significa tóxico o
perdición. Ahora soy una mujer nueva, “soy madre”, que más se puede pedir. Le doy un beso, un cálido beso de madre y lo
dejo en su cuna transparente. Una de tantas de las que hay en los hospitales de
maternidad, pero él no es uno de tantos, él es mi hijo.
Todo no son cánticos y risas, ya que no tengo
marido con quién compartir mis amores y sentimientos.
El que era merecedor del título de padre se marchó, así que sola me he quedado.
Orgullosa me siento, feliz y contenta, ahora sabré lo que es pasar las noches
en vela. Sé por oídas, sé porque te lo explican, que a lo primero son lágrimas
de querer comer, son lágrimas de tener calor o frío. Que todo no son cánticos y
risas, lo que me sabe mal es que no me podré turnar con nadie y compartir lo
que se vive al mismo tiempo. Sola, me siento a veces o mejor dicho, me sentía.
Ahora no tendré tiempo para tonterías, ni siquiera podré arañar una horita al
día para poder relajarme y pensar que hago más en este mundo.
–
¡Enfermera! Acércame a mi hijo que
quiero darle un achuchón.
–
¡Enfermera! Abre bien las
cortinas, que quiero que toda la ciudad vea, ¡mentira!, que todo el Universo
vea lo que he creado dentro de mí.
Viene una gaviota y se acerca al cristal, veo
desde la cama de la habitación del hospital como me mira, me mira. Incluso
picotea el vidrio y empieza a fabricar un nido, ¡un nido! Sí, en el borde de la
ventana, con pequeñas ramas empieza a hacer un lugar dónde anidar.
–
Cuéntame gaviota, ¿qué se siente
teniendo alas con las que volar? Yo solo
soy una mujer, solo soy un Ser humano, que hasta en sus sueños, camina y camina
con los pies clavados en el suelo.
No, no me contestes, solo déjame mirarte y
aprender a querer.
Son solo
dos días, solo son un par de noches para aprender la ley de la naturaleza. Todo
animal, toda especie no quiere a sus retoños. Ya sea el feroz león o la linda
gaviota eso es así, todo es luchar por vivir, por desear que cada instante se
viva con amor.
Ve y observa, como los huevos son una
realidad, observa y ve como ella los calienta con su cuerpo. Todo es tierno y
lleno de amor, hasta qué una nube negra o quizás dos, hacen oscurecer el cielo
azul de la ciudad de Barcelona. Solo sé lo que sé y poco más. La luz del Sol
desaparece, haciéndose la oscuridad en el lugar. Vientos y más vientos, hacen
caer el nido de la gaviota. Los huevos que tanto cuidaba y les daba calor, son
ahora esparcidos y derramados en el suelo. Trueno tras trueno, relámpago tras relámpago,
hacen sordos e iluminan el interior de la quinta planta. Es todo un corto
espacio de tiempo, pero el suficiente para que mi pequeño se despierte y llore,
llore hasta que lo cojo, lo cojo y lo abrazo. Dándole mi amor y consuelo.
Después de meses sin agua, sin lluvia, ahora
tiene que arreciar. Despliego mis velas que no son otras cosas que mis brazos y
agarro al pequeño, un pequeño al que todavía tengo que elegir nombre. No es una
equis, no es un símbolo, es solo un niño que quizás llegue a ser un gran
hombre, llenándome de orgullo.
Las gotas golpean en el cristal y no veo a la
gaviota, solo a lo lejos, en el horizonte como se une el mar y la tempestad.
¿Qué habrá sido de ella?
¡Zas!, un trueno que no espero y se me cae la
criatura al suelo, solo la luz del relámpago lo ilumina y como si fuese una
agua en tromba, acuden las enfermeras. Yo, me quedo quieta sin poder moverme ni
respirar. Escucho una canción de piano y todo queda en silencio. Yo me siento
sin fuerzas y me ayudan a sentarme en la cama. Poco a poco, las lágrimas van
resbalando por mi rostro, llegando a la boca, desbocándome en un sabor amargo.
Alguien se acerca, alguien alto y delgado, sin
bata pero con alzacuellos y le promete consuelo, a lo que yo le contesta que le
devuelva a su hijo.
– Dime
sacerdote si puedes, dime si puedes demostrar que hay una razón para que pueda
sentirme contenta. Dime tú qué sabes más que yo, como se puede una madre
despedir de un hijo.
Solo me doy la vuelta y me encuentro ya en
casa y de mi vida haré un diario. De mi existencia, un plegaria. No quiero
velas en el día de su entierro. No pudo ser, los médicos dijeron, “muerte
súbita” y yo aquí lo dejo escrito, aquí lo expongo. Como un diario de una
madre, que siempre llevará a su hijo en su corazón. Solo tenía unos días, no
pudo ni correr ni ir al colegio, no le dio tiempo.
Ahora sí que lloro de manera desconsolada y no
hay nadie alrededor de la mesa del comedor. No hay ni marido ni familia, solo
mi hijo, que como una rosa se arranca de un rosal, tengo yo su foto.
–
Me gustaría crear algo que me
acercara a ti, pero no veo nada, no sé nada. Solo espero que estés en el cielo,
en el cielo dónde tú eres el ángel más puro y más grande. No sé qué decir, no
sé qué escribir. Solo una carta, solo un avión de papel, que acabará en el
suelo.
Agarro fuertemente la imagen de mi niño, la
sujeto tan fuerte que la doblo. La guardo, la escondo en el cajón del mueble
principal. No sé a quién cambiarle los pañales, pero sí a quién ponerle una
vela. El por quién rezar y a quién orar, la enciendo y pego un suspiro.
Me acuerdo de un cuento, me acuerdo de una
historia, que no si es cierta o falsa, real o irreal. Pero sonrío, esbozo un
poco de alegría en mi rostro y acercándome, tomo asiento en una de las sillas.
Le digo, le comento…
“Había en un pequeño poblado de algún lugar,
un niño que era como tú. Lloraba y lloraba, pero también reía y reía. Sí, como
tú, ahora ríes, yo escucho tu risa. No sé si me estaré volviendo loca, pero el
niño del cuento, salta y salta. Va de poblado en poblado, contando sus
historias y haciendo juegos, todo eran risas, todo eran bailes. Hasta que un
día, hace ya algún tiempo, se tuvo que intercambiar con el hijo de un rey. Era
un rey permisivo, pero a la vez muy desconfiado. Por ese motivo lo intercambió,
hasta que un día de algún mes, el muchacho se mostró con ansia de riqueza y
poder. Entonces el rey le dijo que quería que volviera su hijo, el niño, ya
muchacho de cierta edad le dijo que no. A la que su majestad se enfadó y
llevándoselo a las mazmorras, le intentó quitar la vida. Suerte o dicha la que
tuvo, cuando se le abalanzó un soldado, salvándole de la muerte. A su alteza,
le condenaron y le dieron el trono al muchacho.
Pasaron dos días con sus dos lunas, cuando sentado
ya en el trono, hizo llamar al verdadero príncipe y mostrándose de lo más
locuaz, le desterró a una isla que no se encuentra en los mapas marítimos. Así
fue como reinó por el tiempo que le regaló la vida, como le regaló el reinado.”
Te narro esta historia, te cuento este cuento,
porque me llama la esperanza de que haya sido un error. Que algún día me piques
a la puerta y en un abrazo nos fundamos, como madre e hijo que somos. Solo le
pido a las estrellas que me iluminen por las solitarias noches y si eso, te vea
corretear entre ellas.
– Mama,
mama estoy aquí, a tu lado.
– Mama,
no me voy de tu vera. Será como será, yo me siento muy a gusto cerca de ti.
– Pero
dime un hasta luego o mejor dicho hasta que sea el momento. Yo seguiré cantando
y saltando a tu alrededor. Seré quién quieras que sea. Solo por verte contenta
y feliz. Coge ese peluche, mécelo como si fuese yo. Dale besos y acurrúcale por
las noches.
No olvidaré jamás sus frases, no olvidaré
nunca de los jamases sus palabras. Yo seré siempre a su lado, encenderé cada
día una vela, por siempre de los tiempos, arderá la llama de la vela. Siempre
por siempre, lo llevaré en mente, lo llevaré dentro de mi corazón. No sé si fue
el calor de la llama o el fuego que arde dentro de mí, que desperté, reaccioné
y desperté, pegando ahora sí un suspiro al ver a Juan, sí Juan se llama, mi
pequeño en su cuna de cristal.
No hay comentarios:
Publicar un comentario