Pasajero 157
Se siente desilusionado, se siente desanimado,
todo porque ella lo dejó tirado en aquella estación de tren. Ahora, después de
varios meses en la penumbra y el no saber de lo perdido, fuma, fuma un
cigarrillo, mientras camina de forma lenta y pausada, las luces de las farolas
son su única compañía. Solo falta que esas nubes que se acercan por el
horizonte que amenacen tormenta y le mojen todo su delirio y caprichoso
destino.
Alguien
cercano, alguien que no es un desconocido para él, le dice que siempre merece
la pena luchar por aquello que tiene su razón de ser. Ya sea por salud o por
amor, siempre merece la pena. Le susurra, le dice en voz baja y melodiosa…
–
--Ven a mí, acércate y te mostraré
todo aquello que es de deseo por todo mortal. Todo aquello que necesitas lo
tengo aquí, sí, aquí, dentro de esta cajita de madera de color marrón.
Acércate, ven a mí y te mostraré el confín, lo que hay en todos los costados
del Universo. Te preguntarás quien soy yo, qué más da. Yo tampoco sé tu nombre
y qué rayos importa, a mí no me importa lo más mínimo. Acércate y te susurraré
al oído todo aquello que has deseado escuchar.
Abre la cajita, y esta lo absorbe a su interior
y sigue caminando, sigue andando, se cruza con bellas mujeres, a cuál más
bonita. Pero no les ve su rostro, solo ve la imagen de Laura, sí, se llama Laura. Sí, esa joven y hermosa dama, que además de tener sus encantos, es caprichosa y
se colma de alegría de poder elegir y tener a su alrededor todo de hombres. A cuál
más le puede ofrecer más que otro, pero ella no sabe, no se imagina, que la
juventud es una flor que se arruga y se marchita. Por mucho que se la riegue,
tarde o temprano, se torcerá el tallo y entonces será una abuelita con bastón.
Un sordo grito, se escucha desde lo más lejos
del horizonte, desde lo más profundo de
la caja. Son los perros salvajes de la lujuria, que muerden y muerden a la
mujer deseosa del éxtasis más completo. Solo ella sabe el valor de aquello que
no tiene precio, ya que este no se mesura por tiempo, sino por el placer carnal
deseado.
Se acerca, no sabe su nombre ni quién es. Pero
la curiosidad le puede y se acerca, se detiene a medio metro y le aletean los
brazos. No espera, es impaciente, pero una dulce canción le excita, una melodía
le recoge su corazón y su alma, haciendo que todo aquello por lo que suspiraba
quede en un pasado lejano. Le cantan, son sirenas del mar, que le dicen, que le
invitan y él, un sin nombre, se deja llevar como si fuese volando o simplemente
flotando por los mares oscuros de la lujuria y el placer carnal. Mira las cartas que le escribió, con todo el
amor de su corazón, las letras, las frases se borran con sus lágrimas en la
distancia.
Como la introducción de una canción, como el
comienzo de algo, suena por los altavoces de una estación. Por el andén número dos, se va
a detener un tren, un tren sin destino y sin corazón. Todo ello es un
billete sorpresa en el que no se sabe cómo acabará, sin en descanso y armonía o
por lo contrario en agotamiento y en discordia. Es uno de los antiguos, es uno
de esos de antaño, a vapor. Se fija en la humareda que abraza todos los lados
de aquello que es más que un apeadero del desamor. El tren va despacio y ello le deja tiempo para
pensar. Pensar y soñar, no puede quitarse de la cabeza a esta linda joven. Solo
es el pasajero número 157, solo un triste número.
Solo siempre, siempre solo, con esta de única
compañera, le abraza, provocándole un inmenso frío. Solo como el letargo de una
noche de cama, le hace suspirar. Como de una osera, después de haber pasado una
sola noche en vela, sale al mundo a demostrar lo que vale. Laura, la joven
mujer, no sabe lo que rechaza. No sabe que a él no se le deja de lado y menos
se le ríe en la distancia, dejándole en un tren sin destino. Ya que el billete
para dos, han quedado partidos por la mitad, naciendo dentro de sí mismo, en su
interior, toda la rabia y el odio que puede llevarle por caminos no deseados.
Solo tiene diecinueve años, solo diecinueve,
no llega todavía a la veintena y ya sabe lo que es el amor. Todo por una joven llamada Laura,
todo ahora por las sirenas de la orilla de un mar, que no es como todos los
mares que puede surcar todavía en vida. No tiene barco, ya que no es ni patrón
ni marinero. Pero como si lo fuese lo buscan, pero como si lo desease se acerca
y se deja acariciar, por todas. Joven e inexperto, se deja domar por aquellas
que saben más de estos artes.
De mientras, solo mira a través del cristal
como van pasando las casas y los árboles. Todo despacio, todo va lento, menos
su impaciencia y su enojo. En frente tiene a un hombre de mediana edad, que le
tiene clavada la mirada.
Golpea con las palmas de las manos el cristal
empañado del vagón, ¿a dónde le llevará?, no tiene parada en ningún lugar
romántico. Se le pasó la parada y ahora solo desciende, desciende como si fuese
a las mismísimas puertas del infierno. Todo se oscurece y con ello cae la
noche, fría y húmeda se presenta y llega una estación sin nombre. Sin nombre,
como el que propiamente no se ha dicho, ya que no desea ni ser señalado ni
comentario alguno.
–
--¿Qué me miras tan fijamente, qué
piensas de mí realmente?
Impactado
ahora sí el pasajero anónimo, todavía escucha…
–
---Yo no soy tu amigo ni lo seré
nunca, solo deseo abrazar a una dulce chica.
Sorprendido
el viajante, se queda bloqueado por un momento. Pero rápidamente le responde en
voz calmada.
–
--- ¡Qué me cuentas! Yo solo miro al
frente, no busques problemas, no me conoces.
De la tranquilidad al desasosiego y
movimiento, va un segundo. Los dos en pie, se zarandean, pero no llegan a los
puñetazos. Todo queda en una riña y se vuelven a sentar, todo queda resuelto.
El traqueteo del convoy le lleva a quedar sumergido en un largo sueño, quien
sabe si despertará de tal o quedará sumido como en coma, para la posteridad.
Solo las estrellas del firmamento lo saben y estas no dicen prenda.
Ve los rostros de ellas, a cuál más hermosa.
Pero al final, como si fuese la abeja reina, ve a una que le colma de deseo
sexual. Es Laura, la joven que parece haberle guiado por los senderos oscuros
del placer.
Solo un grito sordo, solo una voz que no se
escucha, pero que parece un gemido de placer. Se enoja, se encabrita y se baja
del tren. La tormenta que amenazaba desde a lo lejos, llega puntual a su gran
momento, dejándole empapado con la maleta en el suelo. Encima le da las gracias
al cielo, porque con ello se confunden las lágrimas con las propias gotas de la
lluvia. Si pudiese, si estuviese a su alcance, se subiría en un cohete que lo
llevase al confín del planeta. Lejos, muy lejos de todo y de todas. Tiene el
corazón herido de muerte y sabe, es consciente, que solo un poquito más y es
capaz de hacer algo terrible. No, no mataría a nadie. Solo se quitaría del
medio, al ver el poco valor que tiene y el alto grado de desprecio que le
envuelve.
– ¡Oh,
ángel oscuro de la noche! ¡Oh, ángel que me abrazas por la eternidad!, si es
cierto que existes, no me despiertes de este sueño. Ya sé de mi juventud, pero
sé que ella y solo ella sé que está hecha para que yo la posea.
Se encuentra en un apeadero desconocido, a
saber cuándo pasará el próximo tren y a dónde le llevará, solo desea alcanzar
el cielo o el infierno. Quién sabe dónde sería mejor recibido. Es joven y todo
se puede enderezar, solo falta que cambien de aires aquellos vientos que le
ciegan la vista.
Pasan las horas o según parece, porque a raro
que parezca, el lugar carece de reloj y solo tiene unas vías, por donde solo
puede circular un tren. Un rayo, un relámpago y suena una trompeta. Solo ha
abierto la maleta y ya escucha el sonido de una locomotora, mira más para
adentro, revuelve entre la ropa y se sumerge dentro de ella. Un tren más
moderno, un revisor le invita a subir con la mano. Contento accede y cuando
está subido en él, ve como se aleja dejándose la maleta en el andén y con ella
todos los recuerdos. No puede hacer nada y sigue y toma asiento, nervioso y
alborotado.
El tren sigue su curso, el sin razón tapa el
cielo azul y no deja traslucir el Sol. Solo aquello que está en su sueño es
real, todo aquello que es un movimiento inquieto de placer sostenido en
tiempos, es merecedor del respeto de aquel que se dice “ángel de la noche”.
Como un huracán, son los vientos que le acechan. Como una ventisca que viene
por los cuatro costados le dejan inmóvil y solo un estornudo le despierta, le
despierta aturdido y se pregunta, ¿a dónde están tales bellezas, a dónde está
Laura? No sabe la respuesta y el compañero que tenía al frente ya se ha
marchado. Solo queda él en el vagón, en un tren que está parado, parado en un
precipicio, en lo alto de unas cumbres rocosas, golpeadas por el mar. Un mar
bravío, que solo desea que cometa un error y poder engullirlo y sumergirlo en
lo más profundo del océano.
Golpean como martillos las olas, avisan y se
vuelven bravitas las aguas saladas. Se baja del vagón con mucho cuidado, le
tiemblan por primera vez a sus diecinueve años las piernas. No sabe, pero no
pregunta. Se pellizca, se pellizca cada vez más fuerte, y el dolor agudo le
demuestra que está despierto y está viviendo el presente.
El tren no echa humo, los vagones… Los vagones, hay varios descarrilados, solo
el suyo puede enderezarse. ¿Cómo hacerlo? En frente tiene el mar, atrás, el
turbio pasado de cualquier chaval de su edad. No se lo piensa dos veces, toma
aire y se lanza al vacío del mar. Se lanza y se sumerge, entonces y solo
entonces descubre, que aquella que le quita el sueño no es otra que la propia
muerte.
Entonces y solo entonces, se arma de valor y
como si fuese una competición, se lanza a nadar hacia la orilla de la
esperanza. Solo, en la más absoluta soledad se cierne su destino, pero sonríe,
sonríe porque se ha dado cuenta a tiempo. Solo desea, quien sabe qué, pero sí a
quién. Es al ángel de la noche oscuro a quién se debe, es al ángel oscuro de la
noche a quién se ruega para que le acompañe hasta la orilla.
El ángel le escucha y le muestra una puerta,
que no es otra cosa que la tapa de la caja de color marrón y nada hacia ella.
Cuando traspasa la puerta, se da cuenta, reacciona y se ve solo, solo apoyándose a una farola de una vieja
estación. Aquella en la que esperaba a tal bella joven. Se ve, se mira las
manos y los dedos, estos aguantan todavía el cigarrillo. Absorbe en una última
calada lo que queda de él y apagándolo con la punta del zapato se aleja. Todo
es una sorpresa, todo lo deja advertido y solo deja las huellas de unos zapatos
húmedos, por el mar embravecido de aquella que se disfraza como la mismísima
muerte.
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