viernes, 10 de noviembre de 2017

                                               Pasajero 157

Se siente desilusionado, se siente desanimado, todo porque ella lo dejó tirado en aquella estación de tren. Ahora, después de varios meses en la penumbra y el no saber de lo perdido, fuma, fuma un cigarrillo, mientras camina de forma lenta y pausada, las luces de las farolas son su única compañía. Solo falta que esas nubes que se acercan por el horizonte que amenacen tormenta y le mojen todo su delirio y caprichoso destino.

Alguien cercano, alguien que no es un desconocido para él, le dice que siempre merece la pena luchar por aquello que tiene su razón de ser. Ya sea por salud o por amor, siempre merece la pena. Le susurra, le dice en voz baja y melodiosa…
        
               --Ven a mí, acércate y te mostraré todo aquello que es de deseo por todo mortal. Todo aquello que necesitas lo tengo aquí, sí, aquí, dentro de esta cajita de madera de color marrón. Acércate, ven a mí y te mostraré el confín, lo que hay en todos los costados del Universo. Te preguntarás quien soy yo, qué más da. Yo tampoco sé tu nombre y qué rayos importa, a mí no me importa lo más mínimo. Acércate y te susurraré al oído todo aquello que has deseado escuchar.

Abre la cajita, y esta lo absorbe a su interior y sigue caminando, sigue andando, se cruza con bellas mujeres, a cuál más bonita. Pero no les ve su rostro, solo ve la imagen de Laura, sí, se llama Laura. Sí, esa joven y hermosa dama, que además de tener sus encantos, es caprichosa y se colma de alegría de poder elegir y tener a su alrededor todo de hombres. A cuál más le puede ofrecer más que otro, pero ella no sabe, no se imagina, que la juventud es una flor que se arruga y se marchita. Por mucho que se la riegue, tarde o temprano, se torcerá el tallo y entonces será una abuelita con bastón.

Un sordo grito, se escucha desde lo más lejos del horizonte,  desde lo más profundo de la caja. Son los perros salvajes de la lujuria, que muerden y muerden a la mujer deseosa del éxtasis más completo. Solo ella sabe el valor de aquello que no tiene precio, ya que este no se mesura por tiempo, sino por el placer carnal deseado.

Se acerca, no sabe su nombre ni quién es. Pero la curiosidad le puede y se acerca, se detiene a medio metro y le aletean los brazos. No espera, es impaciente, pero una dulce canción le excita, una melodía le recoge su corazón y su alma, haciendo que todo aquello por lo que suspiraba quede en un pasado lejano. Le cantan, son sirenas del mar, que le dicen, que le invitan y él, un sin nombre, se deja llevar como si fuese volando o simplemente flotando por los mares oscuros de la lujuria y el placer carnal. Mira las cartas que le escribió, con todo el amor de su corazón, las letras, las frases se borran con sus lágrimas en la distancia.

Como la introducción de una canción, como el comienzo de algo, suena por los altavoces de una estación.  Por el andén número dos, se va a detener un tren, un tren sin destino y sin corazón. Todo ello es un billete sorpresa en el que no se sabe cómo acabará, sin en descanso y armonía o por lo contrario en agotamiento y en discordia. Es uno de los antiguos, es uno de esos de antaño, a vapor. Se fija en la humareda que abraza todos los lados de aquello que es más que un apeadero del desamor. El tren va despacio y ello le deja tiempo para pensar. Pensar y soñar, no puede quitarse de la cabeza a esta linda joven. Solo es el pasajero número 157, solo un triste número.

Solo siempre, siempre solo, con esta de única compañera, le abraza, provocándole un inmenso frío. Solo como el letargo de una noche de cama, le hace suspirar. Como de una osera, después de haber pasado una sola noche en vela, sale al mundo a demostrar lo que vale. Laura, la joven mujer, no sabe lo que rechaza. No sabe que a él no se le deja de lado y menos se le ríe en la distancia, dejándole en un tren sin destino. Ya que el billete para dos, han quedado partidos por la mitad, naciendo dentro de sí mismo, en su interior, toda la rabia y el odio que puede llevarle por caminos no deseados.

Solo tiene diecinueve años, solo diecinueve, no llega todavía a la veintena y ya sabe lo que es  el amor. Todo por una joven llamada Laura, todo ahora por las sirenas de la orilla de un mar, que no es como todos los mares que puede surcar todavía en vida. No tiene barco, ya que no es ni patrón ni marinero. Pero como si lo fuese lo buscan, pero como si lo desease se acerca y se deja acariciar, por todas. Joven e inexperto, se deja domar por aquellas que saben más de estos artes.
De mientras, solo mira a través del cristal como van pasando las casas y los árboles. Todo despacio, todo va lento, menos su impaciencia y su enojo. En frente tiene a un hombre de mediana edad, que le tiene clavada la mirada.

Golpea con las palmas de las manos el cristal empañado del vagón, ¿a dónde le llevará?, no tiene parada en ningún lugar romántico. Se le pasó la parada y ahora solo desciende, desciende como si fuese a las mismísimas puertas del infierno. Todo se oscurece y con ello cae la noche, fría y húmeda se presenta y llega una estación sin nombre. Sin nombre, como el que propiamente no se ha dicho, ya que no desea ni ser señalado ni comentario alguno.
       
                --¿Qué me miras tan fijamente, qué piensas de mí realmente?

Impactado ahora sí el pasajero anónimo, todavía escucha…
        
                 ---Yo no soy tu amigo ni lo seré nunca, solo deseo abrazar a una dulce chica.

Sorprendido el viajante, se queda bloqueado por un momento. Pero rápidamente le responde en voz calmada.
        
                   ---  ¡Qué me cuentas! Yo solo miro al frente, no busques problemas, no me conoces.

De la tranquilidad al desasosiego y movimiento, va un segundo. Los dos en pie, se zarandean, pero no llegan a los puñetazos. Todo queda en una riña y se vuelven a sentar, todo queda resuelto. El traqueteo del convoy le lleva a quedar sumergido en un largo sueño, quien sabe si despertará de tal o quedará sumido como en coma, para la posteridad. Solo las estrellas del firmamento lo saben y estas no dicen prenda.

Ve los rostros de ellas, a cuál más hermosa. Pero al final, como si fuese la abeja reina, ve a una que le colma de deseo sexual. Es Laura, la joven que parece haberle guiado por los senderos oscuros del placer.

Solo un grito sordo, solo una voz que no se escucha, pero que parece un gemido de placer. Se enoja, se encabrita y se baja del tren. La tormenta que amenazaba desde a lo lejos, llega puntual a su gran momento, dejándole empapado con la maleta en el suelo. Encima le da las gracias al cielo, porque con ello se confunden las lágrimas con las propias gotas de la lluvia. Si pudiese, si estuviese a su alcance, se subiría en un cohete que lo llevase al confín del planeta. Lejos, muy lejos de todo y de todas. Tiene el corazón herido de muerte y sabe, es consciente, que solo un poquito más y es capaz de hacer algo terrible. No, no mataría a nadie. Solo se quitaría del medio, al ver el poco valor que tiene y el alto grado de desprecio que le envuelve.

–          ¡Oh, ángel oscuro de la noche! ¡Oh, ángel que me abrazas por la eternidad!, si es cierto que existes, no me despiertes de este sueño. Ya sé de mi juventud, pero sé que ella y solo ella sé que está hecha para que yo la posea.

Se encuentra en un apeadero desconocido, a saber cuándo pasará el próximo tren y a dónde le llevará, solo desea alcanzar el cielo o el infierno. Quién sabe dónde sería mejor recibido. Es joven y todo se puede enderezar, solo falta que cambien de aires aquellos vientos que le ciegan la vista.

Pasan las horas o según parece, porque a raro que parezca, el lugar carece de reloj y solo tiene unas vías, por donde solo puede circular un tren. Un rayo, un relámpago y suena una trompeta. Solo ha abierto la maleta y ya escucha el sonido de una locomotora, mira más para adentro, revuelve entre la ropa y se sumerge dentro de ella. Un tren más moderno, un revisor le invita a subir con la mano. Contento accede y cuando está subido en él, ve como se aleja dejándose la maleta en el andén y con ella todos los recuerdos. No puede hacer nada y sigue y toma asiento, nervioso y alborotado.

El tren sigue su curso, el sin razón tapa el cielo azul y no deja traslucir el Sol. Solo aquello que está en su sueño es real, todo aquello que es un movimiento inquieto de placer sostenido en tiempos, es merecedor del respeto de aquel que se dice “ángel de la noche”. Como un huracán, son los vientos que le acechan. Como una ventisca que viene por los cuatro costados le dejan inmóvil y solo un estornudo le despierta, le despierta aturdido y se pregunta, ¿a dónde están tales bellezas, a dónde está Laura? No sabe la respuesta y el compañero que tenía al frente ya se ha marchado. Solo queda él en el vagón, en un tren que está parado, parado en un precipicio, en lo alto de unas cumbres rocosas, golpeadas por el mar. Un mar bravío, que solo desea que cometa un error y poder engullirlo y sumergirlo en lo más profundo del océano.

Golpean como martillos las olas, avisan y se vuelven bravitas las aguas saladas. Se baja del vagón con mucho cuidado, le tiemblan por primera vez a sus diecinueve años las piernas. No sabe, pero no pregunta. Se pellizca, se pellizca cada vez más fuerte, y el dolor agudo le demuestra que está despierto y está viviendo el presente.

El tren no echa humo, los vagones…  Los vagones, hay varios descarrilados, solo el suyo puede enderezarse. ¿Cómo hacerlo? En frente tiene el mar, atrás, el turbio pasado de cualquier chaval de su edad. No se lo piensa dos veces, toma aire y se lanza al vacío del mar. Se lanza y se sumerge, entonces y solo entonces descubre, que aquella que le quita el sueño no es otra que la propia muerte.
Entonces y solo entonces, se arma de valor y como si fuese una competición, se lanza a nadar hacia la orilla de la esperanza. Solo, en la más absoluta soledad se cierne su destino, pero sonríe, sonríe porque se ha dado cuenta a tiempo. Solo desea, quien sabe qué, pero sí a quién. Es al ángel de la noche oscuro a quién se debe, es al ángel oscuro de la noche a quién se ruega para que le acompañe hasta la orilla.


El ángel le escucha y le muestra una puerta, que no es otra cosa que la tapa de la caja de color marrón y nada hacia ella. Cuando traspasa la puerta, se da cuenta, reacciona y se ve solo,  solo apoyándose a una farola de una vieja estación. Aquella en la que esperaba a tal bella joven. Se ve, se mira las manos y los dedos, estos aguantan todavía el cigarrillo. Absorbe en una última calada lo que queda de él y apagándolo con la punta del zapato se aleja. Todo es una sorpresa, todo lo deja advertido y solo deja las huellas de unos zapatos húmedos, por el mar embravecido de aquella que se disfraza como la mismísima muerte.